A Dios nadie lo
ha visto. No lo digo yo, que camino a tientas por este mundo y nunca acabo de
comprender del todo lo que creo y digo. Lo afirma el prólogo del Evangelio de Juan (cf. Jn
1,18). ¿Por qué entonces la Iglesia celebra este domingo la solemnidad
de la Santísima Trinidad si no tenemos experiencia directa de este Dios
que es Padre, Hijo y Espíritu Santo? ¿Está celebrando un enigma irresoluble o, más
bien, adora humildemente un Misterio salvífico que Jesús “nos ha dado a conocer”?
¿Alguien se atreve, con un mínimo de decencia, a cartografiar esta realidad? Quienes
no creen se mofan de nosotros diciendo que la matemática cristiana (“tres en uno”) es un fraude que no resiste la
más mínima verificación. Son opiniones ingeniosas, pero superficiales y, en el fondo, inocuas. Nuestro
faro es siempre la Palabra de Dios. Por eso, cada domingo suelo remitir a las
reflexiones del biblista italiano Fernando Armellini para
una acogida responsable de esta Palabra. Necesitamos situarla en su contexto,
comprenderla en el seno de la vida de la Iglesia y conectarla con nuestra vida
personal y social.
Un amigo mío ha
dedicado más de diez años a escribir su tesis doctoral sobre cuestiones
trinitarias. Alguna vez le decíamos en broma que, de seguir excavando, acabaría
por descubrir una cuarta persona. El humor es también una forma humilde de
confesar nuestra pequeñez.
Sin abandonarme a cuestiones especulativas, hay algo que desde niño no ha dejado de sorprenderme: el ser humano (varón y hembra) ha sido creado “a imagen y semejanza” de Dios. Eso significa que, contemplando lo que cada uno de nosotros somos, podemos intuir quién es Dios. Es verdad que la fe cristiana confiesa que esta imagen ha sido deformada por el pecado y que, por tanto, aparece borrosa y hasta irreconocible. Esto explica por qué muchas personas no acaban de “ver a Dios” en sí mismas y en los demás. Pero la fe también afirma con más fuerza que esta imagen ha sido restaurada por Cristo, la imagen verdadera del Dios invisible (cf. Col 1,15; cf 2 Co 4, 4).
Sin abandonarme a cuestiones especulativas, hay algo que desde niño no ha dejado de sorprenderme: el ser humano (varón y hembra) ha sido creado “a imagen y semejanza” de Dios. Eso significa que, contemplando lo que cada uno de nosotros somos, podemos intuir quién es Dios. Es verdad que la fe cristiana confiesa que esta imagen ha sido deformada por el pecado y que, por tanto, aparece borrosa y hasta irreconocible. Esto explica por qué muchas personas no acaban de “ver a Dios” en sí mismas y en los demás. Pero la fe también afirma con más fuerza que esta imagen ha sido restaurada por Cristo, la imagen verdadera del Dios invisible (cf. Col 1,15; cf 2 Co 4, 4).
Basados en esta
revelación, podemos decir que todos nosotros somos “trinitarios por nacimiento”.
En cada uno de nosotros está impresa la huella indeleble de Dios. Nuestra
identidad es trinitaria: reflejamos la comunión del Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo. Somos comunión dentro de nosotros y con toda la realidad. Esto
significa que no somos individuos clausurados en nosotros mismos, que somos en
la medida en que salimos de nosotros en un continuo éxtasis de amor. Por tanto,
cada vez que nos replegamos de forma egoísta o buscamos solo nuestros
intereses, estamos opacando la imagen de Dios en nosotros, nos volvemos a-teos,
negamos nuestra identidad más profunda, nos perdemos.
¿Cómo recuperar la fe malgastada? ¡Saliendo de nosotros mismos, abriéndonos a
los demás! Como afirma el filósofo Lévinas en una frase que siempre me ha
impresionado, “la dimension du divin
s'ouvre à partir du visage humain” (la dimensión de lo divino se abre a
partir del rostro humano). Pero no hace falta leer a Lévinas. Basta recordar lo
que la misma Palabra de Dios nos repite tantas veces en los escritos de Juan: “Quien no ama a su hermano a quien ve, no
puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). Y todavía con más claridad: “Nadie ha visto jamás a Dios; si nosotros
nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha
llegado en nosotros a su perfección” (1 Jn 4,12).
Ser trinitarios
significa, pues, entender y vivir la existencia desde el amor porque Dios –Padre,
Hijo y Espíritu Santo– “es amor” (1 Jn 4,8).
Os dejo con el hermoso Gloria de Antonio Vivaldi, que es un canto de alabanza a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¡Feliz fiesta de la Santísima Trinidad!
"El amor solo puede ser trinitario.
Si hemos aprendido a contar solo hasta dos,
no hemos empezado a amar de verdad"
Gaetano Piccolo
Magnífico Armellini. Y sus vídeos, un descubrimiento. Gracias!
ResponderEliminarSí, me gusta mucho cómo plantea las cosas. Por eso, voy a incorporarlo todos los domingos a este blog.
ResponderEliminarNo hablo italiano pero estas reflexiones de Fernando Armellini me han enseñado algo precioso. Glorificar a Dios no es aplaudirle o alabarle, glorificamos a Dios cuando hacemos que nuestra vida sea reflejo del Amor Divino, del Espíritu Santo que nos envió Jesucristo.
ResponderEliminarEl vídeo se puede ver con subtítulos en español.
Eliminar