Cuando era
adolescente admiraba mucho la belleza,
tanto de las personas como de las manifestaciones artísticas. El arte fue la
primera ventana que se me abrió al misterio de la vida. La belleza entra por los ojos, llega directa al corazón, provoca emociones. De joven, me seducía la
inteligencia. Podría citar una lista
de personas que significaron para mí un punto de referencia por su agudeza
mental, su capacidad para comprender el significado de las cosas, su
memoria, su erudición y también su ironía. Esta etapa duró mucho. La inteligencia siempre resulta deslumbrante. Desde hace años, lo que
más me interesa y ayuda es la bondad. Creo
que solo las personas buenas transforman de verdad este mundo nuestro,
infestado por el virus del egoísmo, por ese mysterium
iniquitatis que es como nuestro defecto de fábrica. Sin personas buenas,
la vida no es más que una competición para ver quién es el más guapo, el más listo,
el más eficaz.
Una persona
inteligente sin bondad es una bomba de efecto retardado. Se abandona a la ironía,
se ríe de los más débiles, evita el compromiso práctico, pone sus dotes al
servicio de sus intereses o de objetivos de dominación. Cuando he conocido de
cerca la vida mezquina de algunos filósofos, científicos y políticos inteligentes, he comprendido por qué
sus teorías, aunque deslumbren, no consiguen iluminar de verdad, no mejoran nuestro mundo sino que lo contaminan. Como decían
los escolásticos, la belleza, la verdad y la bondad son trascendentales
del ser. Para ser auténticas, tienen que ir unidas. Quizá uno de nuestros
dramas es haber separado “lo que Dios ha unido”. Una persona hermosa, sin inteligencia
y bondad es una marioneta. Una persona inteligente sin bondad es un monstruo.
Una persona buena sin un mínimo de inteligencia es un ser débil y manipulable.
Dejo aquí estos
apuntes porque dentro de un par de horas salgo para Barcelona. Quizá desde allí
pueda completarlos con más calma. Buen día de San Juan de Ávila, doctor de la Iglesia, patrón del
clero español.
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