Ayer por la tarde
pasé un buen rato orando ante el sepulcro de san Antonio María Claret, que se encuentra
en la cripta del templo que lleva su nombre en Vic, Barcelona. Fuera llovía con
suavidad. Dentro reinaba una gran calma. No había nadie más que yo. Tuve la
sensación de estar dialogando con alguien que ha determinado el rumbo de mi
vida.
Permanecí en silencio, pero no mudo. Mis ojos recorrían los símbolos que
el artista gerundense Domènec Fita incrustó
en la gran urna de madera de diversos colores. Hay también tres palabras escritas en
catalán, la lengua materna de Claret: Fundador (fundador), Missioner (misionero) y Bisbe (obispo).
Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Me vino a la mente el retrato del misionero que Claret regaló a los suyos. Se trata, en realidad, de un autorretrato. Figura en el número 9 de las Constituciones de los Misioneros Claretianos. Son palabras que todos los claretianos sabemos de memoria. Nos ayudan a saber quiénes somos, qué motivaciones hay detrás de lo que hacemos, cómo afrontar las dificultades de la vida. Las transcribo:
es un hombre que arde en caridad
y que abrasa por donde pasa.
Que desea eficazmente
y procura por todos los medios
encender a todos los hombres en el fuego del divino amor.
Nada le arredra; se goza en las privaciones; aborda los trabajos;
abraza los sacrificios; se complace en las calumnias;
se alegra en los tormentos y dolores que sufre
y se gloría en la cruz de Jesucristo.
No piensa sino cómo seguirá e imitará a Cristo en orar,
en trabajar, en sufrir,
en procurar siempre y únicamente
la mayor gloria de Dios
y la salvación de los hombres.
He meditado
muchas veces este programa de vida. Hoy me detengo solo en los tres verbos
relacionados con el fuego. Lo hago porque siento que estamos un poco apagados.
En las últimas semanas me he encontrado con personas que caminan como a
oscuras, sin alegría, soportando el peso de la vida. Claret vivió también
tiempos difíciles. Su obsesión era encender
a todo el mundo en el fuego del amor de Dios. Cuando los seres humanos no
nos sentimos amados, no sabemos por qué y para qué estamos aquí. Somos como una
vela apagada, que no sirve para nada. ¿Cómo se puede encender a otra persona en
este fuego?
En primer lugar, necesitamos arder; es decir, tener la experiencia de que somos amados, de que hay dentro de nosotros un fuego que nos calienta, quema, ilumina, purifica, cauteriza. Este fuego es el don del Espíritu Santo, el don del amor. Solo entonces abrasamos por donde pasamos. El fuego, como el amor, es por naturaleza expansivo. Cuando algunos de mis amigos latinoamericanos escriben este verbo tienden a cambiar la letra ese por la zeta. El resultado es hermoso: abrasamos se convierte en abrazamos. Ambos verbos expresan esta dinámica de contagio. El resultado final es que otras personas apagadas, sin ánimo, se encienden, recuperan la luz y el calor en sus vidas.
En primer lugar, necesitamos arder; es decir, tener la experiencia de que somos amados, de que hay dentro de nosotros un fuego que nos calienta, quema, ilumina, purifica, cauteriza. Este fuego es el don del Espíritu Santo, el don del amor. Solo entonces abrasamos por donde pasamos. El fuego, como el amor, es por naturaleza expansivo. Cuando algunos de mis amigos latinoamericanos escriben este verbo tienden a cambiar la letra ese por la zeta. El resultado es hermoso: abrasamos se convierte en abrazamos. Ambos verbos expresan esta dinámica de contagio. El resultado final es que otras personas apagadas, sin ánimo, se encienden, recuperan la luz y el calor en sus vidas.
Necesitamos
hombres y mujeres de fuego. No se trata de pirómanos, sino de personas
enamoradas, que sientan dentro el cosquilleo de Dios y sepan contagiarlo a
quienes buscan y no encuentran, a quienes se debaten siempre en la duda, a
quienes conducen una existencia fría y sin alma.
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