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miércoles, 11 de mayo de 2016

Arder, abrasar y encender, verbos de fuego

Ayer por la tarde pasé un buen rato orando ante el sepulcro de san Antonio María Claret, que se encuentra en la cripta del templo que lleva su nombre en Vic, Barcelona. Fuera llovía con suavidad. Dentro reinaba una gran calma. No había nadie más que yo. Tuve la sensación de estar dialogando con alguien que ha determinado el rumbo de mi vida. 
Permanecí en silencio, pero no mudo. Mis ojos recorrían los símbolos que el artista gerundense Domènec Fita incrustó en la gran urna de madera de diversos colores. Hay también tres palabras escritas en catalán, la lengua materna de Claret: Fundador (fundador), Missioner (misionero) y Bisbe (obispo). 

Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Me vino a la mente el retrato del misionero que Claret regaló a los suyos. Se trata, en realidad, de un autorretrato. Figura en el número 9 de las Constituciones de los Misioneros Claretianos. Son palabras que todos los claretianos sabemos de memoria. Nos ayudan a saber quiénes somos, qué motivaciones hay detrás de lo que hacemos, cómo afrontar las dificultades de la vida. Las transcribo:

Un Hijo del Inmaculado Corazón de María
es un hombre que arde en caridad
y que abrasa por donde pasa.
Que desea eficazmente
y procura por todos los medios
encender a todos los hombres en el fuego del divino amor.
Nada le arredra; se goza en las privaciones; aborda los trabajos;
abraza los sacrificios; se complace en las calumnias;
se alegra en los tormentos y dolores que sufre
y se gloría en la cruz de Jesucristo.
No piensa sino cómo seguirá e imitará a Cristo en orar,
en trabajar, en sufrir,
en procurar siempre y únicamente
la mayor gloria de Dios
y la salvación de los hombres.


He meditado muchas veces este programa de vida. Hoy me detengo solo en los tres verbos relacionados con el fuego. Lo hago porque siento que estamos un poco apagados. 

En las últimas semanas me he encontrado con personas que caminan como a oscuras, sin alegría, soportando el peso de la vida. Claret vivió también tiempos difíciles. Su obsesión era encender a todo el mundo en el fuego del amor de Dios. Cuando los seres humanos no nos sentimos amados, no sabemos por qué y para qué estamos aquí. Somos como una vela apagada, que no sirve para nada. ¿Cómo se puede encender a otra persona en este fuego? 

En primer lugar, necesitamos arder; es decir, tener la experiencia de que somos amados, de que hay dentro de nosotros un fuego que nos calienta, quema, ilumina, purifica, cauteriza. Este fuego es el don del Espíritu Santo, el don del amor. Solo entonces abrasamos por donde pasamos. El fuego, como el amor, es por naturaleza expansivo. Cuando algunos de mis amigos latinoamericanos escriben este verbo tienden a cambiar la letra ese por la zeta. El resultado es hermoso: abrasamos se convierte en abrazamos. Ambos verbos expresan esta dinámica de contagio. El resultado final es que otras personas apagadas, sin ánimo, se encienden, recuperan la luz y el calor en sus vidas.




Necesitamos hombres y mujeres de fuego. No se trata de pirómanos, sino de personas enamoradas, que sientan dentro el cosquilleo de Dios y sepan contagiarlo a quienes buscan y no encuentran, a quienes se debaten siempre en la duda, a quienes conducen una existencia fría y sin alma.

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