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sábado, 28 de junio de 2025

Guardar todo en el corazón


Al tratarse de una fiesta movible, la solemnidad del Inmaculado Corazón de María depende de la fecha de la Pascua. Como este año la Pascua cayó muy tarde (el 20 de abril), la fiesta cordimariana casi salta al mes de julio. Pronto o tarde, siempre es un momento oportuno para fijar los ojos en aquella que “conservaba todo en el corazón”. 

De entre las muchas advocaciones marianas, yo le tengo un cariño especial a la advocación Corazón de María. Al fin y al cabo, el nombre oficial de mi congregación es Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. La palabra “corazón” siempre está asociada a interioridad, profundidad, cordialidad, fiabilidad, entrega, ternura, sensibilidad, empatía, etc. Todas estas notas suenan muy bien en nuestra partitura personal.


Hoy, descorazonados a menudo por la confusión que estamos viviendo, necesitamos profundizar en la espiritualidad del corazón para que todo lo mejor nos salga de dentro y para poner corazón en todo lo que hacemos por fuera. De una persona mala, sin entrañas, solemos decir que “no tiene corazón”. Por el contrario, de una persona buena, generosa, decimos que es “todo corazón”. 

María es la mujer que ha sido “todo corazón”, que es otra forma de decir que ha sido “todo Dios” porque en su corazón no había espacio para otra cosa que para Dios. Ella es la “llena de gracia”, la “llena de Dios”. Cuando nos sentimos rodeados por un ambiente de pecado, cuando nos parece que las relaciones humanas han perdido corazón, mirar a María nos devuelve a la verdad de las cosas, a la belleza que no se marchita, a la vida. En la Salve cantamos: “Dios te salve, reina y madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra”.


Voy a celebrar dentro de unos minutos la Eucaristía en nuestra parroquia del Inmaculado Corazón de María de Madrid. En el último año y medio se ha hecho famosa porque, frente a la puerta principal, se concentran todos los días unas cuantas personas que protestan airadamente contra el gobierno. Como la policía no les permite manifestarse junto a la sede del partido socialista, lo hacen unos metros más lejos, con las consiguientes molestias para los fieles que frecuentan el templo y para los automovilistas y peatones que circulan por la zona. 

Espero que no conviertan al Corazón de María en un ariete contra quienes no piensan como ellos. Si algo significa esta advocación mariana es reconciliación, inclusión, apertura. Y, cuando la realidad nos sobrepase, cuando no encontremos el camino adecuado, estamos siempre llamados a “guardar todo en el corazón”, como María, hasta que se vayan despejando las nieblas del horizonte.

viernes, 27 de junio de 2025

Según el corazón de Cristo


Hoy, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, es un día muy oportuno para leer (o releer) la encíclica Dilexit nos, la última del papa Francisco, publicada el 24 de octubre del año pasado. Trata “sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo”. En un tiempo en el que muchos podemos estar viviendo descorazonados, el Papa nos propone volver a la espiritualidad del corazón. Lo justifica con estas palabras: “Cuando nos asalta la tentación de navegar por la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al cual no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón” (n. 2). 

Mientras tecleo la entrada, tengo abierta una ventana de mi ordenador con la retransmisión de la misa que el papa León XIV está celebrando en la basílica de san Pedro junto a más de 5.000 sacerdotes de todo el mundo con motivo del Jubileo de los sacerdotes. Ha procedido también a la ordenación de 32 jóvenes provenientes de varios países.


Viendo la marea blanca de albas inundando la gran nave central de la basílica, he vuelto a pensar en el ministerio presbiteral como “ministerio del corazón”, como expresión concreta y visible del amor de Jesús hacia los seres humanos. La contemplación de los 32 ordenandos me ha hecho recordar que yo mismo fui ordenado en un día como ayer. Me pregunto si en este largo tiempo he sido capaz de ser un sacerdote “según el corazón de Cristo”, si he hecho de mi ministerio una mediación o, más bien, un obstáculo. 

Reconozco que, a lo largo de los 43 años de vida sacerdotal, ha habido un poco de todo, pero Dios va haciendo su obra incluso en medio de nuestra fragilidad. Lo que importa no es lo que nosotros podamos hacer con mayor o menor éxito, sino la obra secreta que Él hace en el corazón de las personas a través de nuestro ministerio. Ser servidores de la Palabra, de los sacramentos y de la comunidad justifica con creces la entrega de la propia vida, esa especie de “expropiación existencial” que supone la ordenación sacerdotal.


El papa Francisco hablaba mucho del clericalismo como una de las enfermedades que minan la cordialidad propia de un “ministerio con corazón” porque hace del ministro ordenado el centro cuando es solo una mediación, un lugar de encuentro, un constructor de puentes. Algunos de mis compañeros dicen que el clericalismo está de vuelta en las levas de nuevos sacerdotes. No acabo de verlo. Es verdad que muchos han recuperado con entusiasmo el traje clerical, ciertas formas caducas y hasta un lenguaje un poco obsoleto, pero creo que han sido formados en una teología y una espiritualidad que entiende el ministerio como servicio y no como privilegio. Vivir y actuar 
“in persona Christi” significa dar la vida por los demás como Él la dio.

En aquellos sacerdotes jóvenes con los que más me relaciono no veo rasgos clericalistas, sino una profunda alegría por el don recibido y quizás -eso sí- una necesidad un poco excesiva de reconocimiento por parte de una sociedad que ya no considera al sacerdote un ser especial, sino uno más en medio de todos. En este contexto, la pregunta por el verdadero sentido de la identidad sacerdotal es crucial. Los signos externos tienen su (relativa) importancia, pero todo se juega en el corazón, en la identificación con el Cristo que sigue dando su vida por la salvación de los seres humanos. Si esta falta, todo lo demás resulta huero y hasta a veces un tanto ridículo.



jueves, 26 de junio de 2025

La voz de los afónicos


Estoy casi afónico, víctima de los contrastes entre el calor externo y el aire acondicionado de algunos lugares y medios de transporte en los que he estado en los últimos días. Para una persona que tiene que hablar a menudo, la afonía es un fastidio, pero también una oportunidad para permanecer callado más tiempo de lo habitual. Callar es la antesala de la escucha. Y escuchar es imprescindible para el encuentro. 

Si algo necesitamos hoy es ser escuchados y, en consecuencia, escuchar a los demás con empatía y paciencia. Lo que más necesitamos es lo que más echamos de menos en contextos en los que la violencia verbal se ha convertido en estilo. El parlamento es el ejemplo más visible, pero esta violencia se da también en los ambientes familiares y sociales. En vez de escuchar, nos atropellamos. En vez de hablar, escupimos palabras.


Hay personas que viven siempre “afónicas” porque así lo desean o porque son privadas de su voz en contra de su voluntad. No pueden poner palabras a lo que piensan y sienten. No tienen oportunidad de expresar sus opiniones. Nunca se las tiene en cuenta. Una persona “sin voz” parece que no existe, aunque hay silencios que son más elocuentes que las palabras. 

¿Quiénes son los “afónicos” de nuestra sociedad? ¿Quiénes son las personas que casi siempre están excluidas de los circuitos comunicativos? En algunas sociedades muy machistas, suelen ser las mujeres; en otras, los ancianos o los jóvenes. Y, por supuesto, muchas personas marginadas cuya voz nunca se oye. Pienso en algunos sintecho que veo por las calles de mi barrio. Carecen de vivienda propia, pero, sobre todo, carecen de voz. Parece que fueran mudos. Casi nunca los veo hablando con alguien. Nadie se para a conversar con ellos. Están encerrados en su soledad más o menos deseada.


Jesús tuvo la habilidad de dar voz a los “afónicos”. Los evangelios están repletos de preguntas con las que Jesús quiere que las personas (enfermos, discípulos, autoridades, etc.) se expresen: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,38), “¿quieres sanarte?” (Jn 5,6), “¿qué quieres que haga por ti?” (Lc 18,41), “¿por qué me preguntas por lo bueno?” (Mt 19,17), “¿cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” (Lc 10,36), “¿quién dice la gente que soy yo?” (Mc 8,28); “¿Qué conversación lleváis por el camino?” (Lc 24,17).

Podríamos decir que Jesús es el gran foniatra que nos ayuda a educar la voz, a expresar lo que verdaderamente nos preocupa. Solo cuando hemos sacado todo lo que llevamos dentro, dejamos un amplio espacio para que su palabra nos habite y nos ilumine. Pasar de “afónicos” a “pregoneros” es otra forma de describir la conversión cristiana, como el paso de “quemados” a “encendidos”, de “dimisionarios” a “misioneros” o de “traidores” a “testigos”. Una afonía física puede ayudarnos a entender un poco mejor estas dinámicas.

miércoles, 25 de junio de 2025

Un amor de plata


Ayer acompañé a unos amigos en la celebración de sus bodas de plata matrimoniales. Celebramos juntos la eucaristía con algunos miembros de sus respectivas familias y compartimos una cena pasada por agua. Quizá con los matrimonios sucede algo parecido a lo que se dice que les pasa a los profesores. Cuando son noveles, enseñan más de lo que saben porque necesitan exhibir músculo intelectual y hacerse valer. Hay una clara desproporción entre lo que parece que saben y lo que realmente saben. Cuando llegan a la madurez, enseñan lo que saben. Hay un equilibrio entre lo que tienen y lo que dan. Por último, en sus años finales de magisterio, enseñan mucho menos de lo que saben. Van a lo esencial con sabiduría. No necesitan exhibir nada ni competir con nadie. 

¿Sucede algo parecido con los matrimonios? Creo que sí. Al principio, parece que se quieren mucho más de lo que realmente se quieren. Al cabo de los años -pongamos la cifra simbólica de 25- han aprendido a expresar un amor curtido en el realismo de la vida. Finalmente, en las etapas finales, si perseveran, se aman mucho más de lo que a simple vista parece.


La primera etapa y la tercera son más previsibles. La etapa crítica es la segunda. En torno a las “bodas de plata” pueden suceder tres cosas: que el matrimonio se rompa porque uno o los dos cónyuges quieren experimentar las mieles de la primera etapa con otras personas; que se enfile la senda de una vida rutinaria y sin aliciente, aunque externamente fiel; o que, a la luz de la experiencia vivida, se afronte el futuro desde una renovada actitud de amor, menos romántica que en la primera etapa, pero mucho más profunda y duradera. 

Naturalmente, lo que yo les deseé a mis amigos fue la tercera posibilidad. Sé que a algunos de los participantes en la celebración les gustó también el símil de la cerveza, que usé en un momento de la homilía. La primera etapa se parece a una caña en la que predomina más la espuma blanca que la cerveza rubia; en la segunda ambos elementos se equilibran; en la tercera hay más cerveza con un discreto recubrimiento de espuma.


No son muchos los matrimonios modernos que alcanzan las bodas de plata. A lo largo de 25 años hay tiempo para rupturas, otras relaciones, nuevas rupturas, etc. El estilo de vida imperante y la idea de que los sentimientos son el verdadero indicador de la solidez de una pareja hacen difícil escribir una historia de amor de larga duración. Probablemente muchos jóvenes ni siquiera la desean. Creen que es más excitante -y hasta puede parecerles más auténtico- vivir sucesivas relaciones “mientras la cosa funcione”. 

El amor se entiende como la batería de un coche que, tras unos centenares de kilómetros, se descarga. Algunos optan por recargarla, mientras otros prefieren cambiar de vehículo. No es fácil -pero es maravilloso- celebrar que las cosas no tienen por qué ser así. El sacramento del matrimonio proporciona la gracia suficiente para recargar el amor a medida que se expande. Pero no todos pueden con esto. Es demasiado nuevo, hermoso y exigente.

martes, 24 de junio de 2025

La madurez del decrecimiento


Hoy celebramos la natividad de san Juan Bautista. Como recordamos todos los años, la Iglesia solo celebra tres “natividades” a lo largo del año litúrgico: la de Jesús (25 de diciembre), de la Virgen María (8 de septiembre) y la de Juan Bautista (24 de junio). Normalmente, las fiestas de los santos se hacen coincidir con el día de su muerte, porque se considera que ese es su verdadero dies natalis, el nacimiento a la vida eterna. 

La figura de Juan se presta a muchas interpretaciones. Este año me gustaría poner el acento en un aspecto que puede iluminar algunas de las encrucijadas que estamos viviendo en la sociedad y en la Iglesia: su capacidad de decrecer y de preparar el camino. Hemos sido educados en la idea del crecimiento. Un país va bien si crece en población, PIB, etc. Una familia progresa si su renta crece Una comunidad es próspera si aumenta en vocaciones, obras apostólicas, presencias en nuevos países, etc. Crecer lo asimilamos a vivir, mientras decrecer nos parece un signo de muerte. Es probable que haya dimensiones de la vida en las que esta lógica funcione y sea la correcta.


Sin embargo, hay otras dimensiones en las que el avance se mide por la lógica contraria: la del decrecimiento. La mayoría de los seres humanos aspiran a acumular bienes materiales porque esto les proporciona seguridad y les abre muchas posibilidades de desarrollo personal. Hay algunos hombres y mujeres que libremente han optado por desprenderse de ellos (por lo menos, hasta un cierto punto) porque les parece que es la vía más expedita para encontrarse con su misterio personal y crecer como seres humanos. En la vida espiritual el desprendimiento de los bienes materiales es una constante que excede al cristianismo. 

Nos ayuda a tomar conciencia de nuestra esencia desnudez: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Job 1,21). Jesús fue todavía más explícito: “Todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío” (Lc 14,33).


Juan nos enseña a renunciar y a decrecer, verbos esenciales en el discipulado cristiano. Ambos suenan muy mal a nuestros oídos contemporáneos. Si algo queremos hoy es precisamente lo contrario: no renunciar a nada y seguir creciendo. Nos parece que la autoafirmación es imprescindible para ser nosotros mismos, pero esta es una convicción moderna muy endeble. 

Una cosa es la sana autoestima y otra, muy distinta, la defensa del propio yo a toda costa hasta convertirlo en el paradigma de todo. La gran paradoja es que, cuando nos afirmamos demasiado, acabamos perdiéndonos. Por el contrario, cuando “perdemos la vida” nos encontramos con nuestra verdadera identidad. Parecen simples juegos de palabras, paradojas al estilo de Chesterton, pero determinan dos maneras muy distintas de entender y afrontar la vida.

lunes, 23 de junio de 2025

Meditaciones crepusculares


El paso por el monasterio de la Conversión me ha hecho disfrutar de la belleza de la liturgia de la Iglesia. Frente a un modo de celebrar que acentúa la exhortación moral, la explicación constante, el entretenimiento y la participación entendida como actuación, la liturgia monástica privilegia la belleza, el silencio, el canto y la adoración. Son dos modos complementarios. En esta etapa de mi vida prefiero claramente el segundo. Me agotan las liturgias demasiado didácticas, demasiado centradas en quien preside, demasiado verborreicas, demasiado preocupadas por no aburrir a la gente, demasiado -digámoslo con una palabra de moda- “autorreferenciales”. 

En el monasterio de la Conversión se da mucha importancia a la música, al silencio y a los símbolos elementales. También hay tiempo para la intercesión por las necesidades concretas de nuestro mundo y de la Iglesia. Comprendo muy bien que muchas personas -sobre todo, jóvenes- se sientan atraídas por esta liturgia que abre un boquete de cielo en el mundo, que nos transfigura, y que luego nos empuja a bajar al valle de la vida cotidiana resplandecientes y comprometidos. Algo parecido sucede en otras comunidades monásticas de Europa.


El paraje en el que está enclavado el monasterio es hermoso, pero en este comienzo de verano parecía una batería recargada de sol. El calor excesivo no es un buen aliado para la meditación. Solo a primera hora o a última hora del día se puede uno sentir despejado. Menos mal que la hermosa capilla se refrigera en verano y se calienta en invierno con un sistema geotérmico que funciona muy bien. Era el lugar perfecto para una oración contemplativa a la hora en que caía el sol en el día más largo del año. 

Mientras oraba sentado en uno de los bancos de madera, no podía imaginar que Estados Unidos estaba a punto de bombardear las instalaciones nucleares de Irán. El verano empezó más tórrido y más peligroso de lo imaginado. No sabemos qué consecuencias puede traer esta acción bélica. Israel la ha aplaudido y la ha rematado. ¿Es esta la tercera guerra mundial “a trozos” de la que hablaba con frecuencia el papa Francisco? Llevamos meses hablando de rearme, de la necesidad de incrementar el presupuesto en defensa… ¿Qué se está tramado? ¿Qué podemos hacer los ciudadanos de a pie para no vernos abocados a un desastre que ni lo queremos ni lo podemos controlar?


Caminando por los senderos del monasterio de la Conversación, cuando al filo de las 22,30 se hacía por fin de noche, pensaba que somos víctimas de mecanismos que se nos escapan de las manos, niños que juegan con fuego sin saber que pueden quemarse, seres infatuados que creen que pueden reescribir la historia a su antojo. Entonces, con el corazón en vilo, me venía a los labios el versículo de un salmo: “Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos” (Sal 137,8). Solo Dios puede hacer que nuestra libertad no se enrede en los vericuetos del orgullo. 

¿Qué ganamos con tanta violencia, con tantas amenazas, con tanta bravuconería? ¿Qué tipo de mundo puede surgir del enfrentamiento entre los seres humanos? ¿Por qué somos capaces de construir ingenios tecnológicos impresionantes y carísimos (como el indetectable avión B-2 Spirit con el que Estados Unidos ha bombardeado a Irán) y no conseguimos llegar a acuerdos justos y duraderos que garanticen la paz? Es evidente que, mientras dure la historia, el trigo y la cizaña crecerán juntos. Ya nos lo advirtió Jesús. Solo Dios puede hacer la criba final.



domingo, 22 de junio de 2025

De su Cuerpo a nuestro cuerpo


Celebro la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el monasterio de la Conversión, un precioso lugar donde se respira el silencio de quienes están acostumbradas a escuchar la voz de Dios en el libro de la naturaleza y en la Escritura. Las monjas agustinas que lo habitan están contentas porque el papa León XIV, agustino como ellas, dará un nuevo impulso a la espiritualidad agustiniana en un momento en el que necesitamos sus notas principales: búsqueda de la verdad, cultivo de la interioridad y la belleza, sentido de la armonía y la unidad y pasión por la Palabra de Dios. 

Si Benedicto XVI buscó inspiración en san Benito de Nursia (el santo de la armonía) y Francisco se inspiró en el poverello de Asís (el santo de la pobreza), León XIV beberá en la fuente de Agustín de Hipona (el santo de la búsqueda apasionada de Dios y de la unidad de la Iglesia). Pienso estas cosas mientras medito el significado de la fiesta que hoy celebramos. Lo hago leyendo las lecturas de la liturgia del día y también un texto de san Agustín que me resulta inspirador:

“Lo que estáis viendo sobre el altar de Dios es pan y un cáliz; pero aún no habéis escuchado qué es, qué significa, ni el gran misterio que encierra. Según nuestra fe, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. (…) ¿Cómo este pan es su cuerpo y cómo este cáliz, o lo que él contiene, es su sangre? A estas cosas, hermanos, las llamamos sacramentos, porque en ellas una cosa es lo que se ve, y otra lo que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende tiene efecto espiritual.
Si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros». Por tanto, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el «Amén», y con esa respuesta lo rubricáis Se te dice: «El cuerpo de Cristo», y tú respondes: «Amén». Sé miembro del cuerpo de Cristo para que ese Amén sea auténtico” (Sermón 272).

Si -como dice san Pablo- nosotros somos “el cuerpo de Cristo” (1 Cor 12,27), cada vez que celebramos la Eucaristía estamos celebrando nuestra propia fiesta. La consecuencia para la vida cotidiana es clara: nunca sabremos quiénes somos sin la Eucaristía. ¡Lástima que hayamos perdido esta perspectiva y que hayamos reducido el sacramento a una celebración rutinaria y fácilmente prescindible! Cuando olvidamos que “somos el cuerpo de Cristo”, no experimentamos ya la necesidad de alimentarnos con ese otro Cuerpo de Cristo hecho pan y vino. Rompemos la unidad de los cuerpos

Mientras escribo estas notas, he recordado que hace 24 años viví una hermosa y aleccionadora experiencia en El Salvador. Rebuscando en mis viejos archivos informáticos, he encobrado lo que escribí entonces, mucho antes de abrir este blog. Lo reproduzco íntegramente.


LA NIÑA LIDIA

Tuve la suerte de viajar a El Salvador una semana después del terremoto que asoló el país el 13 de enero de 2001 causando más de 800 muertos y miles de damnificados. No puedo olvidar lo vivido en Armenia, una localidad situada a una hora de la capital. Allí, el terremoto mató a 28 personas y dejó sin casa a varios cientos. En una calle cercana al cementerio vivía la “niña Lidia”, una anciana de 86 años, de cuerpo menudito, rostro arrugado y sonrisa tierna. Se protegía del sol con unas grandes gafas negras a las que les faltaba la patilla derecha. Cuando me acerqué a ella para preguntarle cómo se encontraba en medio de tanta desolación, me respondió que bien y que lo que realmente quería era comulgar: “Sin la comunión, padreci­to, somos como los chanchos: no hacemos más que comer y dormir”.

Estas cosas no se entienden bien en Europa. Lo que uno espera en un caso como éste es encontrarse a personas que se quejan de la suerte sufrida, que exigen más rapidez en la entrega de las ayudas, que buscan culpables de la tragedia, que reclaman sus derechos. La niña Lidia, en realidad, también reclamaba sus derechos; o mejor, su principal derecho a recibir a Jesús en la eucaristía. Con su insistencia, me estaba diciendo que, en efecto, necesitaba urgentemente retejar la casita de su hija, disponer de comida en buenas condiciones, beber agua potable y guarecerse con mantas del relente nocturno, pero que lo que más necesitaba era sentirse sacra­mentalmente unida a Aquel que puede dar sentido y alivio al sufrimiento vivido. En plena calle, sentada en una silla de hilos de plástico, la niña Lidia era un canto a la esperanza, a la dignidad. Sabía que, teniéndolo a Él, tenía todo lo que necesitaba. ¡Qué concreción tan hermosa y tan realista del sólo Dios basta de Teresa de Jesús!

Escribo estas líneas en la sala de tránsito del aeropuerto de Miami. La mayor parte de la gente que está aquí, incluido yo, pertenece a una sociedad que ha sido educada en la exigencia de sus derechos. Esta educación es esencial para no ser víctimas de los más poderosos: los grandes grupos económicos o mediáticos, los políticos manipuladores, los funcionarios engreí­dos o los profesionales sin escrúpulos. Supone, pues, un enorme avance en la conciencia moral de la humanidad. Una de las características de las sociedades modernas es precisamente haber logrado que sus miembros pasen de la condición de súbditos a la de ciudadanos; es decir, que sean de verdad sujetos de derechos y no simplemente siervos de un poder absoluto.

Pero, ¿quién puede garantizar que nuestros derechos sean salvaguardados si no existe al mismo tiempo una cultura de los deberes? A veces, el mismo que reclama indemnizaciones por el retraso de un vuelo es el que atufa con el humo de su cigarrillo al que tiene al lado. Uno puede enfadarse con un funcionario incompetente y luego llegar tarde al trabajo sin importarle lo más mínimo. Estas incoherencias hacen que utilicemos distintas varas de medir: una, amplia, para reclamar nuestros derechos y otra, estrecha, para asumir nuestros deberes. Y, sin embargo, no hay garantía de derechos si no existe responsabilidad en el cumplimiento de los deberes porque los derechos de los demás pasan por el cumplimiento de los deberes que pueden hacerlos posi­ble. El derecho a ser atendido en caso de enfermedad, por ejemplo, pasa por el deber del estado de organizar un sistema sanitario universal y por el deber del médico de prestar ayuda competen­te a quien precisa de ella.

La niña Lidia puede aparecer ante nuestros ojos superficiales como una ancianita resig­nada y manipulable, el prototipo de una religiosidad que, con el recurso a Dios, encubre las responsabilidades humanas y no estimula el esfuerzo. ¡Qué torpe se me antoja este razonamien­to, aquí, en este país, prototipo de racionalidad y al mismo tiempo tan insustancial en ocasiones! El deseo de recibir al Señor era el que mantenía viva a esta anciana. Este deseo le permitía, a pesar de su debilidad, alentar a su familia y a sus vecinos para emprender el trabajo de recons­trucción. La gracia de la eucaristía era para ella una verdadera fuente de responsabilidad, no una evasión de la desgracia causada por el terremoto.

El caso de la niña Lidia no es un caso aislado. Hablando con unos y con otros, caí en la cuenta de que los damnificados pedían ayuda, pero no querían depender de la asistencia exterior. El derecho a ser ayudados iba acompañado -y aun precedido- por el deber de asumir la tarea de la reconstrucción. Un terremoto, como cualquier situación dolorosa, constituye un banco de prueba. Nos permite comprobar nuestras auténticas convicciones y actitudes. Cuando la niña Lidia pedía la comunión estaba mostrando que la fe que confesaba en tiempos de tranquilidad tenía raíces, que cuando consideraba que hacer la voluntad de Dios era su alimento, no estaba diciendo algo sin sentido. Estaba expresando lo que de verdad movía su vida. En este horizonte, su frase adquiría la profundidad de un acto de fe: “Sin la comunión ... no hacemos más que comer y dormir”.

sábado, 21 de junio de 2025

De Sol a Sotillo


El verano astronómico ha empezado hoy a las 4,42 de la madrugada. El meteorológico llevamos padeciéndolo desde hace semanas. En el momento de escribir esta entrada el termómetro ya marca 31 grados. Cuando salí a caminar por el centro de Madrid a las 7 de la mañana todavía estábamos a 24 grados. No olvido que en esta villa y corte vivió un tiempo san Luis Gonzaga, el santo cuya fiesta celebramos hoy.

Siempre disfruto de la ciudad a esa hora en que se despiden los últimos nocturnos y empiezan su trajín los “hijos de la luz”. Veo a gente corriendo por el paseo de Rosales y por el parque de Oeste. Siguen las obras en los jardines de Sabatini. Después de meses de trabajo, está previsto que terminen a lo largo del verano. En la plaza de Oriente están montando un pequeño estrado para celebrar el Día Internacional del Yoga. Veo a un grupo de indios preparándose para el evento. 

Por la calle Arenal abundan los repartidores matutinos y algunos turistas. Una pareja de homosexuales va cogida de la mano y un grupo de jóvenes apura los tubos de cerveza en un bar que hace chaflán. En la Puerta del Sol han colocado ya algunos toldos de los más de treinta previstos. Se quiere crear un espacio de sombra que proteja a los viandantes del ataque despiadado del sol de mediodía. A algunos les parece un pegote antiestético y poco práctico; otros -ante la imposibilidad de plantar árboles por las características de la zona- lo anhelan. Un camión cisterna riega los adoquines. En un momento dado, el chófer del camión y el empleado de la manguera detienen su trabajo y se sirven un café de un termo.


Paso un momento por la recién modelada plaza del Carmen con su monumento al bombero. Una joven trabajadora de la limpieza barre con desgana los papeles, latas y colillas que hay esparcidos por las losas de granito. Parece que acaba de salir de una discoteca. Barre sin garbo, dejando la mitad de la basura en el suelo. Emboco la Gran Vía a la altura de Callao. Las anchas aceras todavía están bastante despejadas, aunque ya hay personas que suben y bajan. Echo de menos una mayor limpieza. Todavía se ven las consecuencias de la noche. Hay varias personas que se desperezan saliendo de sucios sacos de dormir. Algunos mendigos han comenzado ya su jornada laboral instalando carteles de cartón con los típicos mensajes: “No tengo trabajo. Tengo tres hijos. Necesito comer”. Las necesidades reales (tan sangrantes a veces) se mezclan con la picaresca

La Gran Vía a esta hora no se parece nada a la Gran Vía vespertina y nocturna. Percibo una vez más la grandiosidad de muchos edificios, coronados por picotas con esculturas u otros recursos arquitectónicos. Abundan las lonas publicitarias que cubren trabajos de restauración de fachadas. Al llegar a plaza de España descubro que una vez más está ocupada por casetas y vallas. Está vez es la Federación Madrileña de Fútbol la que ha organizado algún evento mientras prosiguen los trabajos de adecuación del futuro café Cervantes, un bunker horrible que lleva años en el dique seco.


La calle Princesa -sobre todo la plaza de los Cubos- está todavía sin limpiar. Se amontona mucha basura junto a las papeleras. Confieso que me cuesta entender la falta de cultura cívica. ¿Por qué ensuciamos tanto las calles? ¿Por qué no las consideramos como una prolongación de nuestra casa y las cuidamos con esmero? ¿Por qué fiamos todo al trabajo de los limpiadores? Cuanto más multicultural se está volviendo la ciudad, más sucia aparece. Veo a personas que arrojan cualquier cosa (papeles, cajetillas de tabaco vacías, colillas, chicles, etc.) al suelo, aunque tengan una papelera o un contenedor de basura a cinco metros. En este campo envidio los hábitos japoneses. 

Llego a casa contento por haber empezado el día más largo del año tomando el pulso a la ciudad y triste por la degradación innecesaria a la que la sometemos. Junto a la corrupción política -tan en el candelero estos días- hay una corrupción cívica y ambiental que no sé cómo se puede combatir. Con estos sentimientos encontrados me preparo para salir dentro de unas horas hacia el Monasterio de la Conversión, en Sotillo de la Adrada (Ávila), donde tendré el retiro de fin de curso con mi comunidad. El día más largo del año lo he comenzado muy pronto en el corazón de Madrid y lo terminaré, si Dios quiere, en el silencio del campo y de un monasterio agustiniano, bajo las estrellas de una calurosa noche de verano. C'est la vie!

miércoles, 18 de junio de 2025

Debajo del asfalto está la playa


En un día como hoy me gustaría estar viviendo en el hemisferio sur. Los 35 grados de Madrid comienzan a pesar a tres días antes del comienzo oficial del verano. No me extraña que con este calor suba también la temperatura política en el Congreso de los Diputados y todos perdamos un poco la cabeza. 

Me he pasado la mañana dando una charla en el capítulo de los Paulinos de España. Me ha gustado mucho el animado diálogo posterior. Se notaba el interés de los participantes. Nos jugamos mucho en el modo de afrontar la situación que estamos viviendo. No es fácil encontrar voces sensatas que sigan manteniendo la esperanza.


Por lo demás, se recrudece el conflicto entre Irán e Israel. Seguimos bajo la amenaza de una guerra que, en realidad, ya está en curso con focos interconectados. Lo que sucede entre Ucrania y Rusia no está separado de lo que sucede en Oriente medio y en otros puntos calientes del planeta. 

Hay como una “internacional de la guerra” que opera con brazos distintos según los intereses geoestratégicos de cada zona. El Papa alza su voz clamando por la paz, pero no creo que tenga una particular resonancia. La lógica del mundo no es la lógica del Evangelio. Jesús nos los advirtió con claridad.


En un país con un grave desequilibrio demográfico, me duele leer que el número de abortos en España equivale a todos los niños nacidos hasta el mes de abril. ¿Por qué estamos empeñados en suicidarnos como civilización? ¿Qué misteriosa fuerza nos empuja a ir en contra de la vida? No tengo respuestas para estas preguntas. 

Lo que me anima es comprobar que cada vez hay más jóvenes que no se resignan a cruzar los brazos y esperar que escampe. Hay un verdadero renacer espiritual entre los integrantes de la “primera generación incrédula de Europa”. ¿Cómo podemos ser sensibles a sus búsquedas y acompañarlas con delicadeza? 

No deberíamos perder demasiado tiempo en denunciar el mal. Lo que importa es cultivar las muchas semillas de evangelio que el Espíritu siembra por doquier. El fin de semana pasado un compañero claretiano de Sevilla me decía que cada vez participan más jóvenes en las Eucaristías dominicales e incluso en las diarias. Es un síntoma claro de que algo está cambiando. La salud personal y social está ligada a un auténtico renacimiento espiritual. La cultura de la vida se abre paso cuando somos atraídos y transformados por la Vida. Hay una hermosa playa de esperanza bajo el duro asfalto de la incertidumbre y la confusión


martes, 17 de junio de 2025

Buenos días, corrupción


No se habla de otra cosa en periódicos, radios, televisiones y redes sociales. Ante la cadena de casos de corrupción que afectan al PSOE, el secretario general del partido y presidente del gobierno está aplicando paso a paso el “manual de resistencia”. Su estrategia parece sacada de uno de esos libros que enseñan a afrontar las crisis institucionales. Los pasos, con algunas variantes, son de sobra conocidos: 1) Proceder a una comunicación rápida para hacer ver que se afronta la crisis con transparencia y decisión; 2) Pedir perdón a las personas e instituciones afectadas; 3) Convocar el gabinete de crisis; 4) Comunicar con decisión las medidas que se pretende adoptar; 5) Hacer de la crisis una oportunidad para defender el proyecto y la historia de la institución.

A estos cinco pasos clásicos hay que añadir un sexto que el presidente sabe utilizar muy bien: 6) Acusar a los adversarios por elevación. El discurso es claro: “Nosotros, a diferencia de otros (léase, la llamada ultraderecha) actuamos con rapidez, transparencia y eficacia. Por eso, no tenemos alternativa posible”. La estrategia funciona… hasta que deja de funcionar. Aunque todavía hay amplios sectores de la población que están dispuestos a comulgar con estas ruedas de molino y a defender lo indefendible (incluidos los partidos que sacan tajada de la debilidad), esta vez el hartazgo es tan general y profundo que ni siquiera el verano y el temor a que gobierne la ultraderecha van a atenuar el descontento y la rabia. ¡Hasta las mentiras y triquiñuelas dialécticas tienen un límite!


Más allá de lo que ahora está sucediendo con el PSOE, la raíz es cultural, axiológica, no solo política. La corrupción forma parte de una manera de entender la vida que se ha instalado en las mentes de muchas personas y que adquiere formas diversas según los distintos ámbitos y niveles en los que cada una se mueve. Hay corrupción en los ayuntamientos de los pueblos y de las pequeñas y grandes ciudades, en las diputaciones, en los gobiernos autonómicos, en el gobierno central, en las empresas, en los clubes deportivos, en los medios de comunicación, en los partidos políticos, en la universidad… y me temo que también en la policía, la judicatura y hasta en la Iglesia. 

Es como si los seres humanos tuviéramos la capacidad innata de corromper todo cuanto tocamos, como si la pasión por el poder y el dinero estuviera instalada en nuestro disco duro a modo de una aplicación que se activa automáticamente cada vez que se presenta la más mínima oportunidad de sacar provecho. Es necesario ahora denunciar con energía lo que está sucediendo en el partido del gobierno, pero sin olvidar los otros muchos casos que se dan en distintas instituciones.


Cada vez que saltan casos de relieve a los medios de comunicación social, enseguida se disparan las medidas de lo que habría que hacer para evitarlos. Se habla de auditorías generales, normas, controles, comisiones, etc. Todo eso puede llegar a ser necesario, pero nunca evitará el problema porque su raíz es otra. No se trata solo de mejorar los procedimientos, sino de afinar los discernimientos. Mientras no se cultive desde la infancia (familia, escuela, grupos, etc.) una cultura de la honradez, la responsabilidad y la rendición de cuentas, las medidas que se adopten serán “pan para hoy y hambre para mañana”. 

Mientras vivamos en una sociedad que valora el dinero fácil, que ensalza al pícaro y al bon vivant, que transige con las pequeñas corrupciones de la vida cotidiana, que desprecia la cultura de la virtud y del esfuerzo… no habrá ninguna garantía de que la corrupción se reduzca a unos pocos casos aislados. 

No veo síntomas claros de que realmente aspiremos a este radical cambio de valores. Lo que observamos en los políticos, particularmente obligados a la ejemplaridad por su responsabilidad social, no es más que una representación de lo que vemos a diario, a escalas menores, en la vida cotidiana. Para que sea eficaz, la regeneración tiene que ser radical. No hay otra. La fe cristiana puede/debe contribuir a esta sanatio in radice. Una de las urgencias evangelizadoras es la promoción de una cultura de la verdad, la bondad y la belleza que nos prevenga contra la corrupción que todo lo emponzoña. 


lunes, 16 de junio de 2025

Meditación junto al Guadalquivir


Los 36 grados de Madrid se me hacen pesados, pero menos que los 38 de Sevilla. La humedad del Guadalquivir hace que la sensación de agobio sea mayor. Lo digo porque me pasé el fin de semana en la capital andaluza. El sábado 14 participé en la ordenación sacerdotal y en la primera misa de un joven amigo. Debido a las obras de restauración en curso, la ordenación tuvo lugar en el trascoro de la inmensa y magnífica catedral de Sevilla. En ese espacio no cabía un alma entre familiares, amigos, fieles en general y un nutrido grupo de sacerdotes concelebrantes, muchos de los cuales eran bastantes jóvenes.

La ceremonia duró dos horas y cuarto. En el Congo, por ejemplo, no hubiera bajado de cinco, como he podido experimentar en dos o tres ocasiones. Todo estaba medido y ensayado. A la solemnidad litúrgica se añadía un inconfundible toque sevillano, que se reflejaba en la proliferación de acólitos, en las peinetas y mantillas de algunas damas y, en general, en la combinación de elegancia y tronío y en el gusto por los ritos. Yo pasé desapercibido entre gentes que no conocía, lo cual me permitió centrarme en la celebración y observar con detalle todo lo que iba sucediendo.


La primera misa de Javier fue ese mismo día a las 8,30 de la tarde en la barroquísima iglesia de la Magdalena. En la puerta principal había una señora de mediana edad mendigando y abriendo la puerta a quienes querían entrar. Como la mayoría de los que entraban o salían no le daban ni un euro, comenzó a despotricar contra los “señoritos” que se dicen cristianos, pero se olvidan de los pobres. su desahogo me hizo pensar. La misa fue de la solemnidad de la Santísima Trinidad. Junto a Javier, el misacantano, estábamos alrededor de una cincuentena de sacerdotes, incluyendo algunos compañeros suyos que habían sido ordenados por la mañana. 

La homilía, bien construida y leída por un sacerdote amigo del joven presbítero, no se centró tanto en el significado de la fiesta litúrgica, cuanto en la misión del sacerdote y en la trayectoria vocacional de Javier. Después de presentar los dones del pan y el vino, a Javier le lavaron las manos sus emocionados padres. ¡Todo un símbolo! La misa procedió con normalidad. Acabada la comunión, Javier dio gracias a Dios y a muchas personas, pero no lo hizo en forma de discurso, sino de oración. Su formación periodística le ayudó a hablar con espontaneidad, orden y un punto de sobria emoción. El besamanos final se alargó muchos minutos porque era mucha la gente que quería felicitar al misacantano. Yo me fui escabullendo discretamente para llegar a mi residencia a una hora razonable venciendo el calor asfixiante de la noche sevillana.


Mientras regresaba en autobús, flanqueando la margen izquierda del siempre fascinante Guadalquivir, trataba de combinar la fiesta de la Santísima Trinidad, el significado de la ordenación sacerdotal y el contexto social en el que nos encontramos tras conocerse con más detalle los casos de corrupción que afectan a líderes del partido gobernante. Nadie está libre de pecado, pero ¡qué diferencia tan abismal entre quien renuncia a su proyecto personal para servir a Dios y a la comunidad y quien se sirve de la política para lucrarse a costa de los demás! Son dos maneras antitéticas de entender la vida y de situarse ante ella. Las dos están siempre ante nuestros ojos. No basta con tomar una opción y luego dejarse llevar por la inercia de la vida. Cada día tenemos que optar por servir a los demás o por buscar nuestro interés, por hacer de Dios el centro o por mirarnos el ombligo y asegurar el bolsillo. 

Creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo no es solo dar nuestro asentimiento racional y cordial a un Misterio que nos supera, sino entrar en una dinámica de amor en la que, muriendo a nosotros mismos, nacemos a una vida superior. En su oración final, Javier utilizó el verbo “expropiar”. Él se sentía “expropiado” por Dios para el servicio de la Iglesia y de la humanidad. Y recordó una anécdota que le ocurrió cuando, años atrás, comunicó a su padre la decisión de entrar en el seminario. El padre, realista como la mayoría de los padres, le dijo: “Todos queremos conducir por buenas autopistas, pero no queremos que nos expropien nuestras fincas para construirlas”. A buen entendedor, pocas palabras.

viernes, 13 de junio de 2025

No nos dejes, Antonio


Unas horas antes de que el rey Felipe leyera ayer su discurso en el Palacio Real en el acto organizado para conmemorar el 40 aniversario de la entrada de España en las Comunidades Europeas, Bárbara Rey había presentado sus memorias en un hotel madrileño. El rey Felipe ensalzó, siquiera discretamente, el papel de su padre Juan Carlos I en el proceso de adhesión. La vedete habló sin tapujos sobre sus amoríos clandestinos con ese mismo rey, hoy anciano y autoexiliado en los Emiratos Árabes. 

El presidente del gobierno, que pronunció un discurso institucional en el mismo acto que el rey Felipe, acababa de venir de la sede del PSOE después de una rueda de prensa en la que había pedido perdón a la ciudadanía por la corrupción de algunos miembros de su partido. No sé con qué humor cargarían ambos mandatarios sus respectivos fardos. Viendo sus rostros en la pantalla de mi ordenador, comprendí mejor que toda cara tiene siempre su cruz. La vida es poliédrica. No resulta nada fácil gestionar la complejidad y mucho menos la contradicción y hasta el escándalo.


Las distancias más o menos sangrantes entre lo que debería ser y lo que es se dan también en el seno de nuestras familias y comunidades. Y se dan, por supuesto, en la Iglesia. La diferencia estriba en que la Iglesia no se mide consigo misma, sino con el Misterio de Dios. Por eso, se reconoce como santa y pide perdón como pecadora. Es una “casta prostituta”. 

Esta contradicción no la ahoga en sus vergüenzas, sino que la mantiene en un permanente estado de humildad. La Iglesia alaba al Señor y le pide perdón. Se sabe depositaria de la Palabra y los sacramentos y a la vez no hace sino llamar a la conversión continua. El gran pecado de la Iglesia no es la fragilidad e incoherencia de sus miembros, sino el orgullo de creer que no necesita vivir bajo la misericordia de Dios.


Por todas partes hay un clamor por la verdad, la justicia, la transparencia, la rendición de cuentas.
Y por todas partes vemos mentira, corrupción, abusos y ocultamiento. Anhelamos la paz en Ucrania y en Gaza, pero no nos importa estar enojados con algún familiar o amigo. Bramamos contra la corrupción de los políticos, pero, si se presenta la ocasión, buscamos también alguna ganancia quebrantando la ley. Nos indigna la manipulación que se ejerce a través de las redes sociales, pero no dudamos en mentir de vez en cuando si eso favorece nuestros intereses. 

Por duro que nos resulte reconocerlo, vivimos en estructuras de pecado. No hay mucho espacio para los optimismos científicos, éticos o políticos. Si algo nos dice la fe cristiana es que seguimos a un Cristo que “murió por nuestros pecados”, que somos una comunidad de redimidos, que la gracia es el triunfo sobre la corrupción y la muerte. Por eso, estamos llamados a la alegría y a la esperanza. No se trata de negar o maquillar nuestra realidad miserable, nuestras infinitas contradicciones, sino de ir más allá con la fuerza de la gracia.

En un día como hoy, que celebramos la memoria del popular san Antonio de Padua (y de Lisboa), patrono de tantas cosas (incluidas las cosas perdidas), se me ocurre pedirle: “No nos dejes, Antonio, llévanos al Único que puede ayudarnos a salir de nuestros laberintos”.

jueves, 12 de junio de 2025

Dejar sitio a la penumbra


Ya dije hace cinco días que me había comprado el libro Ortodoxia de Chesterton en la Feria del Libro de Madrid. Naturalmente, no me gasté 18 euros para dejarlo apilado en una de las estanterías de mi cuarto. Lo tengo en mi rincón de lectura. Empecé a leerlo ayer por la tarde. Solo llevo 66 páginas, pero ya he caído rendido al pensamiento y a la prosa del escritor británico. No recomiendo su lectura a quien busque un mero pasatiempo o a quien no esté algo familiarizado con la cultura inglesa. Aunque la traducción fluye bien y hay notas aclaratorias por parte del traductor, la lectura no es fácil. Cuando lo termine, volveré sobre él. 

Pero no me resisto a pasar por alto un pensamiento que me lleva dando vueltas en la cabeza desde hace años. Estoy convencido de que la razón fundamental de los muchos desequilibrios que hoy padecemos es la pérdida del sentido del misterio. O, más directamente, de Dios. Nunca como ahora se habla tanto de salud mental, de su cuidado y de su pérdida. A menudo escucho expresiones que denotan el malestar general: “La gente está zumbada”; “En mi trabajo hay mucha gente de baja por ansiedad o depresión”; “Voy con la lengua fuera”. Y cosas por el estilo.


No se trata solo de trastornos psicológicos más o menos graves, sino de algo más radical: la pérdida de motivación, la falta de un propósito claro en la vida. Es como si funcionáramos con el piloto automático, incapaces de pilotar nuestra vida. O, peor aún, como si alguien o algo nos controlara a distancia y no tuviéramos más remedio que someternos a su dictamen. 

En este contexto, rescato algunas frases del libro de Chesterton que me han iluminado: “Lo que mantiene a los hombres sanos y cuerdos es lo místico. Mientras haya misterio, hay salud; en cuanto se destruye el misterio, se origina la enfermedad”. Es difícil decirlo de una manera tan concisa y precisa. Si por algo se caracteriza nuestra sociedad neurótica es por el intento de destruir el misterio creyendo vanamente que lo más racional es el control absoluto de la realidad.


Añado unas cuantas palabras más de Chesterton: “El hombre normal ha estado siempre sano porque siempre ha sido místico. Ha dejado sitio a la penumbra. Ha tenido siempre un pie en la tierra y otro en el país de la fantasía. Se ha considerado siempre libre para dudar de sus dioses, pero también para creer en ellos (a diferencia de los agnósticos actuales). Siempre se ha preocupado más por la verdad que por la consistencia. Cuando le parece que dos verdades se contradicen es capaz de asumir las dos verdades y también su contradicción”. 

No nos dejemos despistar por el estilo paradójico de Chesterton. Lo que viene a decir es que la salud del “hombre normal” ha estado siempre ligada a su capacidad de convivir con lo no explicable, a su humildad para reconocer que en la vida hay zonas de penumbra que nunca conseguiremos iluminar. Pero eso no significa que no podamos ser felices. Al contrario, es precisamente lo incontrolable lo que nos hace ensanchar continuamente nuestra mirada para no acabar prisioneros en la cárcel de nuestra razón. En fin, que los buenos pensadores y escritores nos ayudan a explorar el alma humana con una hondura que no encontramos en los charlatanes de turno. Continuará.

miércoles, 11 de junio de 2025

Cada uno por su lado


Le tengo simpatía al chipriota san Bernabé, cuya fiesta celebramos hoy. Es uno de esos apóstoles que ejercen un liderazgo afiliativo: “People first” (Lo primero, las personas). Es interesante repasar su historia de relación con Pablo. Tal como se narra en el capítulo 13 de los Hechos de los Apóstoles, ambos viajaron juntos por la isla de Chipre y la provincia de Asia (la moderna Asia Menor) para predicar el evangelio. En ese primer viaje, Bernabé -que significa hijo de consolación- hizo honor a su nombre porque supo buscar a Pablo en su Tarso natal, acogerlo con simpatía y consolarlo, tras sus problemas con la comunidad de Jerusalén. Podríamos decir que lo rescató para la causa del Evangelio.

Cuando llegó a Jerusalén la noticia de que en Antioquía de Siria estaba floreciendo una comunidad muy viva, enviaron a Bernabé, varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe” (Hch 11,24), a animarla con su carisma (Hch 11,22). El éxito fue tan grande que muchas personas comenzaron creer en Jesús y a adherirse a la iglesia. Bernabé se acordó entonces de Pablo y lo llevó a Antioquía para que colaborara con él. Estando en esa ciudad, la iglesia decidió enviar ayuda a los hermanos que vivían en Judea y que estaban padeciendo una fuerte hambruna (vv. 27-29). ¿Quiénes fueron los encargados de llevar la ayuda? ¡Pues la pareja Pablo y Bernabé (v. 30)! Por entonces, el tándem funcionaba a las mil maravillas. Se habían tomado en serio la instrucción de Jesús de ir de dos en dos”.


La historia no termina aquí. La comunidad de Antioquía era muy abierta y tenía un fuerte espíritu misionero, así que, movida por el Espíritu Santo, escogió a Pablo y Bernabé y los envió como misioneros (Hch 13,2). Ambos llevaron a Juan Marcos como ayudante. Los tres recorrieron muchas zonas gentiles anunciando el evangelio. En medio del viaje, Marcos dejó plantados a Pablo y a Bernabé, así que, a la hora de planear un segundo viaje misionero, surgió un grave conflicto entre ellos. 

Pablo, que tenía un carácter fuerte (o sea, malas pulgas) se negó a llevarlo porque le parecía intolerable que Juan Marcos los hubiera abandonado en el viaje anterior. Bernabé, haciendo una vez más honor a su nombre y a su talante conciliador, no quería prescindir de él. El texto bíblico no disimula la fuerte tensión entre los dos apóstoles. Como no se ponían de acuerdo, decidieron separarse. A partir de ese momento, Bernabé viajó con Juan Marcos, y Pablo se buscó a un tal Silas como compañero de fatigas (Hch 15,36-41). A juzgar por otros testimonios (2 Tim 4,11), la separación fue en cierto sentido superada cuando, más tarde, Pablo consideró a Marcos (suponiendo que se trate de la misma persona) “útil” para el ministerio.


Lo que les sucedió a Pablo y Bernabé sucede a menudo en las familias, las comunidades religiosas, las parroquias y en cualquier grupo humano. Compartiendo los valores esenciales, no siempre estamos de acuerdo sobre estrategias, métodos, personas, etc. Con frecuencia, el elemento afectivo (apegos, envidias, celos, etc.) juega un papel determinante. Solemos decir que “no hay sitio para dos gallos en el mismo corral”. Cuando se trata de personas valiosas, con caracteres dominantes, suele ser frecuente la lucha de “egos”. 

En estos casos, si no se logra transformar el conflicto y se prolonga demasiado, lo más sensato es la separación. A veces no hay más remedio que cada parte vaya por su lado, aunque de entrada pueda resultar escandaloso porque lo más creíble es siempre la unidad auténtica. Sin embargo, no se hunde el mundo por ello. Más vale aprovechar la energía de cada uno por separado que echarla a perder en una colaboración tensa e imposible. 

La historia de la evangelización y de la Iglesia en general está repleta de ejemplos de rupturas y separaciones como la de Pablo y Bernabé. No siempre lo más cristiano es el aguante a toda costa y la espiritualización del conflicto. Aprender a disentir y a tomar decisiones que implican la separación forma parte también del aprendizaje evangelizador. Una separación en el momento adecuado puede resultar saludable e incluso ayudar a preparar una futura reconciliación.

martes, 10 de junio de 2025

Testigos a pie de calle


Tras la cincuentena pascual, hemos reanudado el tiempo ordinario. La liturgia nos invita a “pensar en verde”. Este año la vinculación entre el verde y la esperanza se hace más real porque estamos en pleno Jubileo de la Esperanza. Pensar en verde no significa volvernos más ecológicos (aunque nunca está de más activar nuestra vocación de cuidadores de la casa común), sino, sobre todo, alimentar la esperanza desde Aquel que es nuestra esperanza. Si algo hemos aprendido durante el tiempo pascual es que la esperanza no hunde sus raíces en nuestras conquistas, sino en la convicción de que Dios sostiene nuestra historia, da sentido a nuestras cruces, nos abre a un horizonte de vida eterna que desafía la prueba de la muerte.

Ayer celebramos la memoria de María, Madre de la Iglesia. Ella es la Madre de la esperanza, la que mantiene el ritmo de nuestra espera. Es también la madre del tiempo ordinario, de ese flujo de los días que parece que no deja huella, pero que nos va cambiando poco a poco, como si la gracia de Dios nos llegara en forma de gota a gota y fuera fertilizando nuestro terreno reseco. Este riego constante es el que mantiene viva la esperanza.


El domingo pasado participé en la celebración de la Confirmación de mi sobrina Lucía. Mientras contemplaba los rostros de las seis chicas y dos chicos de su grupo, me preguntaba cómo estarían viviendo el significado de este discreto sacramento en su vida de adolescentes. Fue hermoso que coincidiera con la solemnidad de Pentecostés. El obispo vinculó el sentido de la fiesta con el del sacramento. Trató de hacerlo de manera catequética, pero me temo que no logró explicar “algo que es muy difícil de entender”, como reconocía después uno de los confirmandos. 

A ellos les resulta difícil percibir la diferencia entre una vida “con Espíritu” y una vida “sin Espíritu”. Al día siguiente fueron a clase y nadie notó ningún cambio. Todos eran los mismos que el viernes anterior, aunque tal vez no eran lo mismo. ¿Va a cambiar su joven vida a raíz del sacramento? ¿Van a participar más activamente en la vida de la comunidad cristiana? ¿Van a disfrutar con su vocación de testigos de Jesús y su evangelio? ¿Van a compartir su experiencia con otros compañeros que tal vez se ríen de “esas cosas que hacéis los cristianos”?


No quiero ser pesimista. Los jóvenes tienen una capacidad extraordinaria de percibir el Misterio y de dejarse moldear por él. Cuando algo les llega al corazón, son generosos y arriesgados. No tienen miedo de ir contracorriente si tienen un fuerte motivo para ello. Necesitan el apoyo del grupo, pero también son capaces de apartarse de él cuando no les ayuda a vivir sus ideales. 

Quizás el mayor problema no resida en los jóvenes que reciben el sacramento, sino en sus entornos familiares y parroquiales. ¿Con qué apoyos cuentan? ¿Quién se preocupa de seguir cultivando las semillas sembradas? ¿En quién pueden fijarse para ser testigos de Jesús a pie de calle? Este es el verdadero desafío.