
Hoy celebramos la natividad de san Juan Bautista. Como recordamos todos los años, la Iglesia solo celebra tres “natividades” a lo largo del año litúrgico: la de Jesús (25 de diciembre), de la Virgen María (8 de septiembre) y la de Juan Bautista (24 de junio). Normalmente, las fiestas de los santos se hacen coincidir con el día de su muerte, porque se considera que ese es su verdadero dies natalis, el nacimiento a la vida eterna.
La figura de Juan se presta a muchas interpretaciones. Este año me gustaría poner el acento en un aspecto que puede iluminar algunas de las encrucijadas que estamos viviendo en la sociedad y en la Iglesia: su capacidad de decrecer y de preparar el camino. Hemos sido educados en la idea del crecimiento. Un país va bien si crece en población, PIB, etc. Una familia progresa si su renta crece Una comunidad es próspera si aumenta en vocaciones, obras apostólicas, presencias en nuevos países, etc. Crecer lo asimilamos a vivir, mientras decrecer nos parece un signo de muerte. Es probable que haya dimensiones de la vida en las que esta lógica funcione y sea la correcta.

Sin embargo, hay otras dimensiones en las que el avance se mide por la lógica contraria: la del decrecimiento. La mayoría de los seres humanos aspiran a acumular bienes materiales porque esto les proporciona seguridad y les abre muchas posibilidades de desarrollo personal. Hay algunos hombres y mujeres que libremente han optado por desprenderse de ellos (por lo menos, hasta un cierto punto) porque les parece que es la vía más expedita para encontrarse con su misterio personal y crecer como seres humanos. En la vida espiritual el desprendimiento de los bienes materiales es una constante que excede al cristianismo.
Nos ayuda a tomar conciencia de nuestra esencia desnudez: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Job 1,21). Jesús fue todavía más explícito: “Todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío” (Lc 14,33).

Juan nos enseña a renunciar y a decrecer, verbos esenciales en el discipulado cristiano. Ambos suenan muy mal a nuestros oídos contemporáneos. Si algo queremos hoy es precisamente lo contrario: no renunciar a nada y seguir creciendo. Nos parece que la autoafirmación es imprescindible para ser nosotros mismos, pero esta es una convicción moderna muy endeble.
Una cosa es la sana autoestima y otra, muy distinta, la defensa del propio yo a toda costa hasta convertirlo en el paradigma de todo. La gran paradoja es que, cuando nos afirmamos demasiado, acabamos perdiéndonos. Por el contrario, cuando “perdemos la vida” nos encontramos con nuestra verdadera identidad. Parecen simples juegos de palabras, paradojas al estilo de Chesterton, pero determinan dos maneras muy distintas de entender y afrontar la vida.
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