Acabamos de terminar la rueda de prensa en la que se ha presentado la 53 Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada que se celebrará en Madrid del 3 al 6 de abril. El tema elegido para este año es: “Comunión y fraternidad. Dos tareas siempre pendientes”. Las dos palabras que figuran en el título no resuenan en todos de la misma manera. En el mundo secular no suele usarse la palabra “comunión” y, si se hace, es para referirse al acto de comulgar en la misa. Sin embargo, en el mundo eclesial es moneda común. Basta con que nos fijemos en las palabras clave del Sínodo de los Obispos sobre la sinodalidad. Ahí se hablaba de “comunión, participación, misión”.
¡Y no digamos en el mundillo de la vida consagrada! La palabra “comunión” aparece hasta en la sopa. Con ella se alude a esa vinculación profunda que se establece entre quienes compartimos la misma fe y la misma vocación. No se trata de la simple camaradería, ni siquiera de la noble amistad. Es algo más profundo y menos emocional. Quienes creemos en el mismo Cristo quedamos vinculados (casi atrapados) por la fuerza de la fe. Es un asunto de gracia, no de consensos humanos.
La palabra “fraternidad” (y su correlato “sororidad”) es más socorrida, incluso en el ámbito secular. No en vano figura en la triada de los ideales de la revolución francesa que se han repetido hasta hoy: “libertad, igualdad, fraternidad”. El papa Francisco escribió toda una encíclica -la Fratelli tutti- sobre “la fraternidad universal y la amistad social”. ¿Estamos viviendo tiempos de comunión y de fraternidad, tanto en la Iglesia como en la sociedad o, más bien, se trata de “dos tareas pendientes”? Sobre estos asuntos ha pivotado la conferencia de prensa. Cada uno hablamos de ellos según nuestra particular experiencia.
Si queremos buscar indicadores de falta de comunión y de fraternidad, los vamos a encontrar por doquier. ¡Hasta el reciente foro de Davos habló de que vivimos tiempos de exacerbada polarización! No parece que hoy sea un tiempo de ideales comunes y de búsqueda compartida de un futuro mejor para todos. También en la Iglesia se han disparado las tendencias cismáticas y el juego de acusaciones sobre la fidelidad al Evangelio de unos y otros. Y, sin embargo, no sé si ha habido alguna otra etapa histórica en la que hayamos progresado tanto en el respeto a los derechos de las personas, en la creación de instituciones que velan por la erradicación de la pobreza y las desigualdades, en la búsqueda de soluciones científicas, económicas y jurídicas a los problemas de una humanidad en la que más de ocho mil millones de personas tenemos que compartir espacios, recursos y oportunidades.
La vida consagrada, en su pequeñez estadística -hay 800.000 religiosos y religiosas en el mundo (un 0,01% de la población mundial)- siempre ha sido una “parábola” y un “laboratorio” de comunión y fraternidad. O, con expresiones menos metafóricas, un “signo” y un “instrumento”. Ha sido “parábola” porque ha mostrado de manera visible que es posible vivir la comunión en medio de muchas diferencias étnicas, culturales y temperamentales. La verdadera raíz es la común fe en Jesucristo y el reconocimiento de una convocación a seguirlo reproduciendo su estilo de vida. Ha sido “laboratorio” porque cada comunidad es un lugar en el que se llega a ser hermanos o hermanas. Todos los días hay que reconstruir la fraternidad a base de respeto, tolerancia, ayuda y perdón.
Por una parte, la vida consagrada es un claro reflejo de lo que se viven en la sociedad y en la Iglesia. Por otra, es -puede ser- una anticipación del camino que ambas pueden recorrer para superar la disgregación, la polarización y la indiferencia. Los grandes fundadores y fundadoras han tenido a lo largo de la historia la capacidad profética de imaginar formas nuevas en las que traducir estas dos grandes experiencias humanas. Esperemos que también hoy las diversas formas de vida consagrada tengan la audacia suficiente para seguir explorando caminos nuevos. Todos saldremos beneficiados.
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