Sí, también yo he visto La sociedad de la nieve, la película española de Juan Antonio Bayona galardonada con doce premios Goya. Pero no la he visto en un cine, sino en la sala de estar de mi comunidad junto con otros compañeros un viernes por la noche. La historia que cuenta es bien conocida. Recuerdo perfectamente el impacto que me produjo en el otoño de 1972. Yo estudiaba entonces cuarto de bachillerato. Devoraba los periódicos que hablaban de “la tragedia de los Andes”. Opinaba con mis compañeros en el debate ético sobre la antropofagia. Me fascinaba y me inquietaba a un tiempo la interpretación eucarística que daban algunos moralistas católicos de entonces.
Volví a recordar la historia cuando vi la película Viven (1993) de Frank Marshall y la utilicé en varios programas de formación. Seis años después, en septiembre de 1999, por un golpe de fortuna, viajé en avión de Bariloche a Buenos Aires con Roberto Canessa, el cardiólogo uruguayo superviviente de la tragedia. No me atreví a importunarlo con mis preguntas, pero me dio la impresión de ser una persona seria y amable.
Algunos críticos se preguntan si tenía algún sentido volver a contar esta historia, si había algo nuevo que pudiera interesar a los espectadores. Daba la impresión de que ya estaba todo dicho con los libros, películas y documentales producidos en los últimos cincuenta años. Quizá la película de Bayona no destaca porque cuente algo desconocido, sino por la forma descarnada y sobrecogedora de contar lo que todos sabemos.
Confieso que estuve atado a la butaca durante los 140 minutos que dura el largometraje. Uno de sus límites es precisamente su excesiva duración. Pocas películas actuales se conforman con 90 minutos. Da la impresión de que los directores quieren decir más cosas de las que un espectador medio puede tolerar sin aburrirse o ponerse nervioso. No creo que en España La sociedad de la nieve recupere una décima parte de los 60 millones de euros invertidos. Imagino que Netflix habrá echado sus cuentas. Cuestiones financieras aparte, la película está magistralmente dirigida e interpretada.
Como han señalado algunas reseñas, la dimensión religiosa -que fue determinante en la experiencia real- queda bastante desvaída, aunque no eliminada del todo. Ya se sabe que si uno quiere ser “moderno” tiene que pasar como gato sobre ascuas sobre estas cuestiones “controvertidas”. Pocos directores saben afrontarla con verdad, profundidad y belleza. Con todo, es impresionante el momento en el que Numa Turcatti, poco antes de morir, escribe en un papelito la frase de Jesús: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. Hay también otras alusiones al misterio de Dios, a su ausencia/presencia, etc.
Parece que los supervivientes que han visto la película se reconocen en ella, aunque afirman que se ha quedado muy corta a la hora de contar un drama indescriptible. También los jóvenes actores uruguayos y argentinos han dicho que se les hizo muy difícil interpretar a los protagonistas porque no habían vivido nada parecido que pudiera servir de lejana referencia.
La tragedia (o el milagro) de los Andes fue un acontecimiento tan extraordinario que, por mucho que se cuente desde diversas perspectivas, siempre permanecerá en el misterio. Con todos estos ingredientes, recomiendo verla, aunque quizá no todos estén en condiciones de soportarla. De hecho, algunos compañeros de mi comunidad no se atrevieron a verla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.