Las dos historias que nos brinda la liturgia de este II Domingo del Tiempo Ordinario son conocidas, encantadoras y muy iluminadoras para nuestro presente. En el primer libro de Samuel (primera lectura) se narra la vocación de este joven israelita. El texto se utiliza a menudo en encuentros de discernimiento vocacional para ayudar a los adolescentes y jóvenes a discernir su propia vocación. Todo sucede en el templo, en medio de la noche y con la mediación del anciano Elí.
El resultado es la entrega de Samuel a Dios: “Habla, que tu siervo te escucha”. Escuchar la voz de Dios sigue siendo para nosotros la tarea fundamental. Cuando estamos adormilados y otras voces interfieren la línea directa, necesitamos que haya algunas personas como Elí que nos ayuden a caer en la cuenta de que es Dios quien nos llama en el santuario de la conciencia. A menudo, la voz de la conciencia es la voz de Dios.
El relato del evangelio admite varios niveles de lectura. El más obvio tiene que ver también con historias de llamadas a los primeros discípulos y con respuestas inmediatas y compartidas. Solemos acentuarlo con frecuencia. Otro nivel de lectura se fija en los títulos con los que es denominado Jesús. Es una forma de aclarar el misterio de su identidad. Se le llama Cordero de Dios (Juan el Bautista), Maestro (discípulos) y Mesías (Andrés). Pero hoy quisiera poner el acento en la pregunta que los discípulos le hacen a Jesús: “¿Dónde vives?”. Jesús no responde abiertamente porque “las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Mt 8,20). Jesús no tiene casa propia.
Tendremos que esperar al capítulo 14 de Juan para encontrar una respuesta precisa: “Yo estoy en mi Padre” (Jn 14,20). En el evangelio de Lucas, el adolescente Jesús dice algo parecido: “¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,29). La verdadera casa de Jesús, el lugar en el que él vive, no es una residencia material, hecha de piedra o adobe. ¡Es el corazón del Padre! Por eso, cuando les responde “Venid y veréis”, en realidad los está invitando a entrar en el misterio de Dios: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros” (Jn 14,2-3).
A través de la oración entramos en el recinto en el que Dios habita. Por eso, es inimaginable vivir como Jesús sin desarrollar el hábito de orar como él hacía para recrear los lazos filiales con su Padre y nuestro Padre. Un cristianismo demasiado volcado en “hacer cosas” acaba convirtiéndose en una praxis bienintencionada, pero sin alma. De esa manera, no puede comunicar vida. Quizás este es el drama de nuestro tiempo. Convencidos de que debemos prestarle nuestras manos a Dios y de que el amor se demuestra en las obras, hemos olvidado que sin él no podemos hacer nada, que la verdadera eficacia no brota del número de actividades, sino de la unión vital con Aquel que puede transformar a las personas por dentro.
Ir donde Jesús y ver significa, en definitiva, entrar en el misterio de amor del Padre y del Hijo para luego reverberarlo en nuestra vida cotidiana. Los místicos lo han entendido muy bien. Nosotros nos despistamos con frecuencia, pero en momentos de iluminación también lo vemos claro. Cuando Jesús nos diga hoy: “Venid y ved”, tendríamos que responder como el joven Samuel: “Habla, que tu siervo te escucha”.
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