Los más críticos hablan del “régimen del 78”. Los más entusiastas hablan del “pacto del 78”. Han pasado 45 años desde la aprobación de la Constitución española. Si tenemos en cuenta la rapidez con la que se producen hoy los cambios sociales, podríamos decir que se trata de un texto de larga duración. Pero, como a los españoles nos cuesta vivir más de cuatro décadas en paz (es algo cultural), estamos asistiendo a una reforma encubierta del texto que nos ha permitido convivir y progresar durante casi medio siglo.
Que toda constitución necesita revisiones periódicas parece evidente, aunque hay países que tienen textos constitucionales con más de 200 años, si bien han recibido algunas enmiendas. La vida evoluciona. Las sociedades cambian. El problema reside en las motivaciones que las impulsan y en los métodos que se utilizan. Aunque la situación política que hoy vivimos es más tensa de lo imprescindible, confío plenamente en la madurez de nuestro pueblo. Todo depende de si al principio del pentagrama nacional (permítaseme esta metáfora musical) colocamos la clave de la reconciliación (que fue la de 1978) o la de la confrontación (que me parece que se está promoviendo arteramente en los últimos años).
A finales de los años 70 del siglo pasado había también una gran pluralidad en España. Una inmensa mayoría anhelaba cambios significativos tras varias décadas de un régimen autoritario. Pero una minoría deseaba estirarlo lo más posible. Yo era entonces estudiante de Teología. Viví con mucha intensidad, pero como espectador, lo que estaba sucediendo. Entre Manuel Fragua Iribarne, Adolfo Suárez, Felipe González y Jordi Solé Tura había diferencias notables, pero creo que todos eran conscientes de que la única forma de que España saliera adelante era ponerse de acuerdo en un gran pacto nacional.
Eso implicaba naturalmente la renuncia a algunas posiciones propias. Unos tuvieron que renunciar a su ideal republicano, por ejemplo, y otros a su deseo de seguir siendo un estado confesional. La Constitución es una expresión “imperfecta” de ese pacto. Predominó el interés general sobre los intereses de parte. Algunas cuestiones se resolvieron mal y apresuradamente (estamos pagando hoy las consecuencias), pero, en conjunto, se consiguió un acuerdo que permitió vivir la transición sin grandes traumas. La Iglesia jugó entonces un papel muy significativo. Apostó decididamente por la reconciliación. Consideró que esta clave (siguiendo con la metáfora musical) era más importante que algunas notas discordantes.
Desde hace unos años (tal vez desde el 2015 o quizás desde el 2008), la clave de la reconciliación ha sido sustituida paulatinamente por la de la confrontación, que es una modalidad contemporánea de la clásica “lucha de clases” marxista y que está en el ADN de la mayoría e los partidos de izquierda. Si la pugna tradicional entre capitalistas y proletarios suena ahora un poco rancia, entonces hay que inventarse nuevos campos de batalla. La guerra se libra hoy entre “progresistas” y “reaccionarios” (este dilema le encanta a Pedro Sánchez) o entre machistas y feministas, heterosexuales y homosexuales, centralistas y periféricos, negacionistas y ecologistas, nativos e inmigrantes… Lo de menos es la causa que se esgrime. Lo que importa es atizar constantemente el fuego de la confrontación de manera que el país se polarice y, una vez abierta la guerra, los más espabilados saquen tajada.
Con esta clave al principio del pentagrama, ¿cabe una revisión sensata y constructiva de la Constitución? Mi opinión es que no. Los cristianos podemos caer en esta trampa. De hecho, estamos cayendo en buena medida. En vez de apostar inequívocamente por la reconciliación (que es la única clave que nos permite vivir en paz en las sociedades pluralistas y que es la que mejor expresa lo esencial de nuestra fe), nos hemos dejado empujar hacia algunos de los polos. En cuanto lo hacemos, podemos ganar alguna batalla, pero perdemos la capacidad de ser fermento, sal y luz. Todavía no es demasiado tarde para reaccionar. La historia nos enseña mucho.
Comentando de la situación política, me gusta esta idea del “pentagrama musical, de que todo depende de la clave que ponemos si la de la reconciliación o la de la confrontación.” Veo que lo mismo podemos aplicarlo en las familias y en todo tipo de relaciones.
ResponderEliminarNo siempre apostamos por la reconciliación… y, según hacia que “clave” vamos, como bien dices: podemos ganar alguna batalla, pero perdemos la capacidad de ser fermento, sal y luz.
Gonzalo, gracias por aportar luz en este tema.
😅
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