Este año el otoño astronómico entró el pasado sábado por la mañana. Ya se perciben con claridad sus síntomas, aunque por la tarde sigue haciendo calor. Como soy un enamorado de esta estación, empiezo a sentirme como pez en el agua. La temperatura suave ayuda a la concentración y al trabajo, lo cual es imprescindible al comienzo de un nuevo curso académico y pastoral cargado de compromisos.
En el panorama mundial no se percibe mucho optimismo, pero la vida nos empuja a convivir con la complejidad y a sacar el máximo partido de todo lo que sucede. Todos somos, en el fondo, surfistas de la vida. Tenemos que aprovechar la fuerza de las olas que nos arrastran al servicio de los objetivos que nos hemos propuesto. Para lograr este propósito no creo que nos ayude mucho vivir en un permanente debate. Hay personas a las que les encanta polemizar. Se crecen cuando tienen un adversario delante. Esto sucede en el campo de la política, pero también en la Iglesia. No es mi caso. Mi pasión -casi mi obsesión- es buscar siempre puntos de encuentro, aunque a veces no haya más remedio que enseñar los dientes para no ser devorados por los lobos.
¿Por qué nos estamos polarizando tanto? ¿Por qué resulta tan difícil llegar a acuerdos? Quizá la razón más profunda es que a todos nos cuesta abrirnos humildemente a la verdad y honrarla de corazón. Preferimos tener nuestra pequeña verdad y defenderla a capa y espada. Somos más defensores acérrimos que buscadores humildes. Nos falta sencillez y una visión de largo alcance para comprender que no siempre nuestro punto de vista es el más objetivo, que todos estamos muy condicionados por nuestros deseos, experiencias, aprendizajes, prejuicios, expectativas y temores.
Pero hay además otras razones que son de menos envergadura. Detrás de posturas enconadas se esconden a menudo intereses políticos, económicos, afectivos, etc. No es tan frecuente buscar con limpieza el bien común. Lo decimos de boquilla, pero en la práctica nos vemos atrapados por otros bienes más individuales y grupales. El resultado es una cacofonía social y eclesial que acaba dañándonos a todos, incluidos a quienes la provocan para defender sus intereses.
La perspectiva cristiana es exigente, pero liberadora. Si queremos lograr puntos de encuentro, espacios de convivencia y bienestar para todos, necesitamos morir a nosotros mismos, no buscar chivos expiatorios. La dinámica del chivo expiatorio -sugestivamente analizada por René Girard en su teoría mimética- desplaza a otros lo que no sabemos o queremos asumir. La culpa de los males que padecemos siempre la tienen “los demás”: centralistas, nacionalistas, inmigrantes, conservadores, progresistas, negros, musulmanes, etc.
Sobre ellos podemos ejercer una violencia “justificada” en nombre del bien común. Lo que casi nunca pensamos es que cada uno de nosotros debemos morir a nuestro “ego” para que los demás puedan vivir mejor. Solo renunciando libre y amorosamente a lo que nos pertenece podemos asegurar un futuro mejor. Jesús lo dijo con otras palabras: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,23-24). Solo las personas con una profunda espiritualidad llegan a este nivel de conciencia. Los demás vamos caminando como podemos, pero, al menos, es bueno saber la dirección para no engañarnos demasiado.
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