Admiro a las personas que aprecian su trabajo, se dedican a él con responsabilidad y obtienen lo necesario para llevar una vida digna. Admiro también a los que tienen una sana ambición de prosperar, se forman para ello o arriesgan con nuevos emprendimientos. La sociedad depende en buena medida de estas personas arriesgadas, trabajadoras, responsables y solidarias. Desde niño fui formado en esta cultura del trabajo y del esfuerzo. Quizás por eso me indigna tanto comprobar que hay personas que consiguen sus riquezas trampeando, engañando a otros, lucrándose con las debilidades ajenas.
Cuando veo a un joven de 25 años que no tiene oficio ni beneficio con un coche de 90.000 euros, me pregunto de dónde saca el dinero para llevar ese tren de vida. Alguien se encarga de decirme que es un traficante de droga. Su dinero proviene de la perversión de adolescentes y jóvenes. ¿Cómo puede uno permanecer indiferente ante estos hechos? Solo el temor a las represalias nos mantiene callados. Pero es necesario levantar la voz contra los que amasan dinero a costa de arruinar la vida de muchas personas.
La avaricia es uno de los siete pecados capitales. Todos estamos expuestos a ella. La avaricia es el “afán desmedido de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas”. Pero ¿qué significa afán “desmedido”? Hay personas que nunca se sacian, aunque tengan muchos bienes. La riqueza es adictiva. Si tienen dos casas, quieren tener tres o cuatro. Si disponen de un buen vehículo, sueñan con poseer varios más, de mayor cilindrada y prestancia. Si viajan en avión, aspiran a hacerlo siempre en first class o, por lo menos, en clase business. Dado que no pueden realizarlo de otra manera, su bienestar consiste en conseguir el reconocimiento ajeno a través de la exhibición de su poderío económico.
Antes he dicho que me indigna encontrar gente así. Debo añadir que, en realidad, me entristece. Me vienen a la cabeza las palabras del salmo 48: “No te preocupes si se enriquece un hombre / y aumenta el fasto de su casa: / cuando muera, no se llevará nada, / su fasto no bajará con él”. El mismo salmo indica cuál suele ser el final de las personas avariciosas: “Este es el camino de los confiados, / el destino de los hombres satisfechos: / son un rebaño para el abismo, / la muerte es su pastor, / y bajan derechos a la tumba; / se desvanece su figura, / y el abismo es su casa”.
La sabiduría popular ha acuñado el refrán que da título a la entrada de hoy: “La avaricia rompe el saco”. Quien coloca todo su afán en acumular bienes materiales de manera injusta acaba por ser víctima de su pasión. Son tantos los casos de personajes públicos que han acabado mal que bastaría un poco de sensatez para no intentar repetir sus pasos. Pero la publicidad y la exhibición impúdica del tren de vida de los ricos hace que muchas personas sueñen con vivir lo mismo. Como en la mayoría de los casos no pueden lograrlo con un trabajo o un negocio digno, recurren a cualquier método con tal de lograr sus objetivos.
Cuando veo en algunos programas televisivos o en revistas de actualidad la ostentación con la que viven muchos famosos (mansiones de ensueño, viajes a lugares paradisíacos, coches de alta gama, yates, aviones privados, etc.) comprendo que haya personas que estén dispuestas incluso a matar con tal de aproximarse a lo que ellas consideran la vida feliz, sin sospechar que en la mayoría de los casos se trata de una felicidad envenenada.
Jesús, que conocía como nadie la naturaleza humana, nos ha advertido del peligro de caer en la tentación de la avaricia. No es que él esté en contra de los bienes materiales. Está en contra de la infelicidad y de la esclavitud producidas por la avaricia. Nos indica con claridad el camino de la auténtica libertad: una vida sobria, bella y solidaria. Muy pocos le hacen caso. Parece que el Evangelio no puede competir con los grandes de la tierra.
Cuando veo que alguien necesita “conseguir el reconocimiento ajeno a través de la exhibición de su poderío económico”, me digo a mi misma que nos está manifestando indirectamente su gran vacío interior y su lucha por llenarlo, con los bienes materiales ganados a costa de perjudicar a los demás. Cosa imposible.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo contigo que “El verano suele servir de escaparate para mostrar lo que uno tiene (por fuera). Y lo que no tiene (por dentro).” Y actualmente, durante todo el año.
Hay mucho traficante entre los jóvenes y no tan jóvenes… y va a más… Consiguen que se les tenga miedo y puedan vivir arrasando a todos y todo lo que se les ponga por delante.
Solo la fe en Dios, cultivada y vivida en profundidad, nos ayuda a vivir una vida sobria, bella y solidaria.
Gracias Gonzalo por la lectura de la vida que nos ayudas a revisar.
Bien, tener deseos de superación con esfuerzo sin perjudicar a nadie, la ambición no deja vivir es una enfermedad emocional que no se cura.
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