En el método Belbin sobre los roles de equipo se suele hablar de las características de cada uno de los nueve roles (cerebro, evaluador, especialista, impulsor, implementador, finalizador, coordinador, cohesionador e investigador de recursos) y también de las “debilidades permitidas”; es decir, de aquellos rasgos que, aun no siendo los más adecuados para la construcción de un equipo, no lo dañan gravemente. Estas “debilidades” permitidas son como aliviaderos que relajan el exceso de tensión. Permiten que las personas sean ellas mismas sin sentirse obligadas a dar una imagen perfecta que no se corresponde con lo que realmente son, solo por el prurito de quedar bien ante los demás.
Algunos ejemplos pueden aclarar el concepto. Imaginemos una persona que es muy competente en su campo, con grandes capacidades relacionales y una gran estabilidad anímica. No se hunde el mundo si esta persona tiene la “debilidad” de llegar un poco tarde a su trabajo, de fumar en los pasillos o de tener su oficina un poco desordenada. Y lo mismo cabría decir del médico que es un gran cirujano, está dispuesto siempre a colaborar con sus colegas, pero suele ser un poco barriobajero en su vocabulario y bebe más alcohol del deseable. Las “debilidades permitidas”, en contra de lo que pudiera parecer a primera vista, ayudan a construir equipos realistas, compactos y flexibles. Y, sobre todo, evitan la hipocresía y el cultivo de una imagen excesivamente perfecta que no se corresponde con la realidad.
Hoy vivimos tiempos contradictorios. Por una parte, presumimos de libertad y tolerancia, pero, por otra, somos víctimas de formas nuevas de rigorismo y hasta de puritanismo. Se exige, por ejemplo, que los líderes eclesiales sean dechados de perfección. Al más mínimo fallo o error son ridiculizados o colgados en la picota de las redes sociales. Y no digamos nada de los políticos. Ellos corren peor suerte, aunque se diga que la crítica va incluida en el sueldo. Si son de nuestra cuerda, son exculpados con benevolencia (“pelillos a la mar”) casi de cualquier actuación negativa, pero si pertenecen al grupo de “los otros” (los adversarios), entonces se examina su conducta con lupa y no se deja pasar ni el más mínimo desliz.
Esto hace que haya personas muy valiosas que no se atreven a correr el riesgo de ofrecerse para cargos públicos por el temor de ser juzgados y condenados sin remisión. Mucha gente no entiende que todo ser humano (incluidos los cargos públicos) tiene derecho a algunas “debilidades permitidas” con tal de que no amenacen los objetivos principales de su misión ni contradigan abiertamente los valores que la sustentan. Sin esta sana flexibilidad, los grupos humanos entran en una dinámica inquisitorial que hace imposible la convivencia. En general, con el correr de los años, las personas nos volvemos más comprensivas de las debilidades ajenas porque hemos aprendido a conocer, aceptar e integrar las propias.
En la sociedad de la información en la que vivimos, los medios de comunicación (y, en particular, las redes sociales) se han convertido en una especie de brazo mediático del poder judicial. O, todavía peor: en una especie de poder judicial paralelo. En ellos se juzga a las personas y se las absuelve o se las condena sin posibilidad de defensa, no tanto sobre la base de argumentos objetivos, sino basados en filias y fobias, en intereses y ganancias. ¿No sería más humano poner el acento en la contribución que las personas hacemos al bien común y mirar con benevolencia las “debilidades permitidas”? Como he dicho antes, cuando se habla de “permitidas” se quiere decir que se trata de debilidades de poca monta que no ponen en peligro los valores y procedimientos sobre los que se asienta el sistema.
En el pasado, hubo una cierta espiritualidad tan rigorista, tan atenta a las pequeñeces de la vida, tan obsesionada con ver en todo la sombra del pecado, que condujo a muchos desequilibrios personales. Hoy, por el contrario, domina una suerte de permisivismo que hace de la fe una experiencia de usar y tirar a la medida de las necesidades personales. ¿No sería más evangélico -y, de paso, más saludable psicológicamente- poner el acento y el esfuerzo en los grandes valores del evangelio y permitir algunas “debilidades” desde la sabiduría y la comprensión? Creo que esa fue la actitud de Jesús. Avanzaríamos de otra manera por el camino de la santidad si fuéramos capaces de reproducirla. ¡Y hasta disfrutaríamos de un sano sentido del humor!
Muchísimas gracias Gonzalo, por toda la información que nos facilitas hoy que nos ayuda a valorar la relación con los demás.
ResponderEliminarSi empezamos por reconocer nuestras propias debilidades, comprenderemos mejor las de los demás y sabremos aceptarlas.
Totalmente de acuerdo, pero ¿a cuantos "lectores" interesa la objetividad , la verdad contrastada?
ResponderEliminarNombre: Mª Carmen Menéndez
ResponderEliminar