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viernes, 17 de marzo de 2023

Amor contra temor


Con frecuencia me vienen a la cabeza las palabras que san Antonio María Claret escribe en su Autobiografía: “Vosotros sabéis que los hombres casi siempre obran por alguno de estos tres fines: por interés o dinero; por placer; por honor” (n. 200). Me parece tan evidente que a veces no caigo en la cuenta de que, junto a esta tríada clásica y observable, hay algo más abisal que está detrás de todo lo que hacemos y que a menudo pasa desapercibido: el miedo. Los seres humanos tenemos un miedo congénito a la muerte y, con ella, a la aniquilación total. Nos rebelamos contra esa posibilidad que a veces nos resulta evidente y otras lejana. Por eso, nos reproducimos, construimos ciudades, inventamos tecnología, escribimos libros, componemos sinfonías, pintamos cuadros, creamos empresas y fábricas, nos divertimos, hacemos la guerra, inventamos artilugios y buscamos alternativas de vida futura en el espacio sideral.

La vida es como una continua carrera hacia adelante huyendo de una realidad que, tarde o temprano, acaba atrapándonos. El miedo nos lleva a buscar relaciones protectoras, a comprar seguros de vida, a temer los compromisos duraderos, a sentir atracción y envidia hacia nuestros semejantes, incluso a buscar refugio en ídolos y dioses. El dinero, el placer y el honor casi siempre dan la cara, pero el miedo permanece a menudo agazapado o camuflado. ¿Quién se atreve a confesar que vive atemorizado cuando ni siquiera es consciente de ello?


En los últimos días se han multiplicado las noticias de enfermedades graves y de muertes en mi entorno. La primera reacción, espontánea y visceral, es siempre el miedo. Pareciera que nunca pudiéramos estar tranquilos del todo. En cuanto vivimos un momento intenso de felicidad, enseguida enseña las orejas el lobo del miedo para advertirnos de que no conviene que vivamos tan confiados. En cualquier instante nos puede tocar la lotería de la desgracia. Hay miedos personales (a caer gravemente enfermos, a la muerte de los seres queridos, a la pérdida de las relaciones o del trabajo, a la crítica y al ridículo, etc.) y miedos colectivos. Estos últimos adquieren hoy la forma de temor a una guerra nuclear (como en los años 80 del siglo pasado), a una nueva crisis económica mundial (como en 2008), a una terrible pandemia (peor que la del 2020), a un ciberataque masivo o a un apocalipsis climático. En el ámbito eclesial se habla del temor a un cisma en la Iglesia de Alemania.

En este contexto se me hacen cada vez más significativas las palabras que Jesús repite con frecuencia: “No tengáis miedo”. Nos invita a no tener miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Nos invita incluso a no tener miedo de él mismo: “Ánimo, soy yo!”. ¿Podemos llegar a tener miedo de Dios o de Jesús? Creo que sí. No me refiero al santo temor de Dios que nos hace estremecernos ante su amor infinito, sino al temor dañino que nos roba la esperanza. Conozco a algunas personas que parecen vivir con el corazón encogido, como si Dios estuviera anotando cuidadosamente todos sus pecados para pasarles la factura al final de la vida.


Es verdad que el miedo está detrás de muchos de nuestros sentimientos, actitudes y conductas. El miedo guarda la viña -solemos decir- pero no es la motivación más radical. Hay algo más hondo y definitivo: el amor. El amor es capaz de vencer al miedo porque “donde hay amor, allí esta Dios”. Y con Dios nada hay que temer. La Escritura está salpicada de textos “quitamiedos”, pero me quedo 
con el salmo 22/23: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo. Tu vara y tu cayado me dan seguridad” (v. 4). Y también con el mensaje de Pablo en su carta a los romanos: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado” (Rm 8,35-37). No hay antídoto más potente contra el virus del miedo que el amor de Cristo. 

Si el miedo nos lleva a cometer locuras y a realizar prodigios, el amor nos introduce en el secreto de la vida. Quien ama no tiene nada que temer porque, aunque siga viviendo en esta tierra y esté expuesto a peligros, ya ha llegado a la meta. El amor no hace sino anticipar al presente, siquiera de manera imperfecta, la realidad futura. Vivir en el amor es vivir en Dios. No encuentro otra forma de afrontar las pruebas de la vida sin sucumbir bajo su peso. 

2 comentarios:

  1. Tema complicado, el del miedo, hay muchas personas que cuando lo consideran superado éste resurge con más fuerza.
    Es bueno que cuando estamos serenos y positivos tengamos algo y/o alguien a quien recurrir para superar los miedos que nos acechan.
    Gracias Gonzalo, por darnos pistas… Personalmente me ayuda orar con el salmo del Buen Pastor… Unidos en la oración.

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  2. Vivimos con miedo, sólo nuestra fe en Dios nos da fortaleza y seguimos con la confianza puesta en él.

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