Somos oficialmente 834.724 personas consagradas en la Iglesia, de las que 813.229 pertenecemos a institutos de vida religiosa. El número es grande, pero conviene recordar que, en 1965, al final del Vaticano II, los religiosos llegaron a ser 1.291.063. En los últimos 60 años, la vida consagrada ha perdido, pues, casi medio millón de efectivos, a pesar de su crecimiento en África y Asia. En Europa todavía hay 279.343 religiosos, un número superior al de los otros continentes. La cifra resulta más llamativa si tenemos en cuenta que actualmente solo el 23,18% de los católicos viven en Europa, el 62% proviene de América Latina y el resto de África y Asia.
Una minoría de hombres y mujeres actúa como fermento en la masa. Quizá esta es la belleza de la vida consagrada. No necesitamos ser muchos porque nuestra misión no es tanto ser una especie de caballería ligera al servicio de la Iglesia, sino un poco de levadura que ayuda a fermentar evangélicamente la masa.
Hoy celebramos la 27 Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Yo provengo de la vieja Europa en la que la vida consagrada tiene el rostro de los ancianos Simeón y Ana. Hoy escribo desde la India, donde se respira la fuerza la juventud. Si me preguntan en qué contexto quisiera vivir mi consagración religiosa no sabría decidirme. Me atrae la vitalidad y el dinamismo que percibo en Asia, pero me conmueve el testimonio de muchos ancianos europeos. Como Simeón y Ana, también ellos saben reconocer al Señor en las realidades humildes de la vida cotidiana y han aprendido a entonar con serenidad su propio Nunc dimittis: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.
Este saber “irse en paz” es una expresión suprema de sabiduría y humildad. Muchos institutos de vida consagrada desaparecerán en los próximos años. No está dicho que todos tengan que perdurar hasta el final de los tiempos. Los ciclos institucionales suelen durar algo más de 250 años. El Espíritu Santo irá suscitando formas nuevas que respondan mejor a los signos de los tiempos. Lo más importante, tanto para los que mueren como para los que nacen, es dejarnos guiar por el Espíritu.
Muchos laicos se preguntan para qué sirve la vida consagrada en la Iglesia, casi como si se tratara de un artículo de lujo perfectamente prescindible en tiempos de crisis. La pregunta admite muchas y variadas respuestas. Algunas se deslizan por la pendiente de la reflexión teológica; otras tienen rasgos más sociológicos o culturales. Yo me inclino por una respuesta subjetiva que hace justicia a mi propia experiencia y que no pretende pasar el control de calidad de ninguna teología o canon. La vida consagrada es como un perfume. Los mejores perfumes son invisibles y discretos. Uno puede no utilizarlos, pero entonces se pierde la fragancia del buen olor.
Quizás la vida consagrada del futuro no está llamada a hacer grandes cosas, a gestionar muchas instituciones o a prestar muchos servicios, sino a ser el buen olor de Cristo. Un poco de perfume llena de fragancia toda la casa. Doy gracias a Dios por los hombres y mujeres que aceptan esta vocación con alegría, sin echar de menos nada y sin anhelar nada, dejándose guiar con libertad por el Espíritu de Dios.
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