Este domingo empieza con el cielo cubierto y una temperatura de cuatro grados. A esta hora las calles de Roma están semidesiertas. Meditando las lecturas del II Domingo del Tiempo Ordinario me detengo en una frase del profeta Isaías que la Iglesia aplica a Jesús: “Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”. Para mí es luminosa y esperanzadora, pero no todo el mundo acepta que Jesús sea “lumen gentium” (luz de las naciones) y que su salvación sea universal. Para muchos, es un líder más como otros muchos que han existido a lo largo de la historia. Nos ha ayudado a “ensanchar la conciencia” -como se dice en la jerga de ciertas corrientes psicológicas y espirituales- pero no representa la máxima revelación de Dios ni son legítimas las pretensiones de la Iglesia a la hora de presentarlo como Alfa y Omega, principio y fin de todo.
Se lo puede admirar y seguir, pero no es necesario creer en él como salvador del mundo, o -por decirlo con palabras del fragmento de Juan que leemos hoy- como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. En nombre del diálogo interreligioso, algunos teólogos cristianos son muy reticentes a la hora de hablar de Cristo en los términos de la dogmática católica. Les parece que presentarlo como Profeta definitivo, Salvador del mundo o Hijo de Dios constituye un maximalismo injustificado y una falta de respeto a las demás religiones, que, de modos diversos, también reivindican ser caminos salvíficos de encuentro con Dios.
Creo que aquí se juega el carácter insólito y único del cristianismo. Afirmar que en Jesús el Dios invisible se nos ha manifestado no significa despreciar los demás caminos que los seres humanos han recorrido a lo largo de la historia para acercarse a Dios. Significa, más bien, acoger con humildad su revelación definitiva. La carta a los Hebreos comienza así: “En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa” (Hb 1,1-3).
Jesús no es, pues, un profeta más. Es el Hijo, el “heredero de todo”. ¿Cómo ser testigos de esta revelación sin convertirnos en personas intolerantes? Las palabras que Juan el Bautista pronuncia en el evangelio de hoy nos dan la clave: “Yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios”. Las experiencias (yo lo he visto) se comparten, pero no se imponen. La verdad es contagiosa y liberadora. No quita nada de lo bueno que hay en cada ser humano y en cada cultura o tradición religiosa, sino que lo purifica y lo lleva a plenitud. Jesús no ha venido a abolir la ley o las religiones, sino a darles significado y acabamiento.
En un mundo pluralista como el de hoy, es imposible practicar la cultura del diálogo sin saber de dónde venimos, quiénes somos y en qué creemos. Dialogar no significa renunciar a nuestra fe o colocarse en un imposible terreno neutral, sino caminar juntos hacia al Verdad desde el don que hemos recibido. No hay nadie más respetuoso con la experiencia de los demás que quien tiene una fuerte experiencia de encuentro con Jesucristo. Uno de los signos de que la fe ha degenerado en idolatría es precisamente la actitud intolerante hacia aquellos que, por diversas razones, no comparten nuestra creencia. Las fuertes polarizaciones y exclusiones que hoy se dan en el seno de la Iglesia y en nuestras sociedades son un claro ejemplo de que hemos confundido verdad e ideología.
Quien se encuentra con la verdad (Jesucristo es la Verdad) combate los errores, pero se pone en camino con quienes la buscan sinceramente. Creer en Jesús como “luz de las naciones” significa creer que él puede iluminar el verdadero sentido de lo humano sin destruir nada que sea verdadero, bueno y bello. En Jesús llega a su plenitud el camino que la humanidad ha hecho a través de la filosofía, la ética, la ciencia y el arte. No hay nada más humano que el Hijo de Dios hecho hombre. En Jesús aprendemos qué significa ser hombre a cabalidad.
No es fácil el tema… Hay diversidad de experiencias y una tendencia a querer descubrir las de los demás y no profundizar en las nuestras…
ResponderEliminarEs muy importante que sepamos caminar juntos hacia la Verdad desde el don que hemos recibido que no es para todos el mismo, y así, compartiendo no nos desviemos del camino.
Gracias Gonzalo… tú haces posible que podamos ir haciendo camino juntos, y así poder llegar a “creer que Él puede iluminar el verdadero sentido de lo humano sin destruir nada que sea verdadero, bueno y bello”.