En mis años romanos adquirí la insalubre costumbre de comer deprisa. En general, me sorprendo a mí mismo haciendo casi todo deprisa para hacer muy despacio lo que me parece importante. Puedo caminar deprisa y leer despacio, arreglar mi cuarto deprisa y conversar despacio, escribir esta entrada deprisa y mi diario despacio. Por alguna secreta razón, vivo a dos velocidades. Procuro ahorrar el máximo de tiempo en las acciones que considero rutinarias y prodigarlo en las que me proporcionan tranquilidad, curiosidad, sentido o placer.
Algo parecido me sucede con las palabras. A lo largo del día usamos muchas. Decimos varias veces buenos días o buenas tardes a las personas con las que nos encontramos, preguntamos por la salud o el tiempo, hacemos comentarios sobre la política o el deporte y explicamos nuestras actividades. En mi caso, hay palabras que repito todos los días: las fórmulas del Ordinario de la misa y de la liturgia de las horas. Aunque haya una intención inicial de cargar de sentido cada una de ellas, la verdad es que la velocidad y la rutina las van despojando de su fuerza. ¿Qué quiero decir, por ejemplo, cuando comienzo la Eucaristía de cada día diciendo El Señor esté con vosotros? ¿Me hago cargo de la presencia del Señor en medio de la comunidad que celebra o repito lo que los fieles esperan que pronuncie? ¿Me estremezco cuando digo Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros sabiendo que estoy dando voz al mismo Jesús? En otras palabras, ¿he aprendido a saborear lo que digo o me dejo llevar por la práctica y las prisas?
Vivir no consiste en acumular muchas experiencias para luego contarlas, sino en aprender a saborearlas, a extraer de ellas el potencial de humanidad que contienen. Me está sucediendo últimamente con algunas lecturas, empezando por el libro del Eclesiástico, que es el que comenzamos a leer el pasado lunes en el Oficio de Lecturas. Lo habré leído ya unas 40 veces a lo largo de mi vida, pero este año lo hago con una especial fruición, tratando de saborear cada frase y aun cada palabra. Algunas suenan como una advertencia seria: “No te ensalces a ti mismo, si no quieres caer | y cubrirte de vergüenza, | pues el Señor revelará tus secretos | y te humillará en medio de la asamblea, | porque no te has acercado al temor del Señor | y tienes el corazón lleno de engaño” (Eclo 1,30); otras invitan a la confianza en medio de las pruebas de la vida: “Porque en el fuego se prueba el oro, | y los que agradan a Dios en el horno de la humillación. | En las enfermedades y en la pobreza pon tu confianza en él. Confía en él y él te ayudará, | endereza tus caminos y espera en él.” (Eclo 2,5-6).
Todo el libro es un conjunto de frases sapienciales que esponjan el corazón cuando uno las recibe como lluvia suave y se deja acariciar por ellas. Sin embargo, en otras ocasiones he pasado por encima como gato sobre ascuas, deprisa y sin fijar mi atención.
Algo parecido me pasa con las conversaciones. Veo que algunas son nerviosas, banales, como para salir del paso; otras, innecesariamente prolijas y aburridas. Son pocas las que oxigenan el alma. Por desgracia, hoy no disponemos de tiempo (o no queremos disponer de él) para sentarnos y dialogar sin prisas. O para pasear escuchando con calma a otras personas. El consumismo imperante nos ha inoculado la idea de que lo que importa es hacer muchas cosas, poseer muchos bienes, viajar mucho, tener muchas ventanas abiertas en el sistema Windows de nuestra vida personal, atender al mismo tiempo varias conversaciones de Whatsapp, estar físicamente juntos pero cada uno pendiente de su móvil.
Cada vez nos cuesta más saborear, ir más allá de las primeras impresiones, percibir los matices de las cosas, descubrir los secretos de las personas que creemos conocer y sorprendernos con la verdad y belleza de los ritos repetidos (empezando por los cotidianos y acabando por los litúrgicos). Sin la capacidad de saborear, la vida se va pareciendo cada vez más a esos montajes cinematográficos que escupen muchos fotogramas por minuto para inundar la retina del espectador, pero que no saben recrearse en un pájaro que canta encaramado en la rama de un árbol o en los ojos serenos de un anciano emergiendo de un rostro arrugado. Está claro que, aunque la meta sea lo importante, hay que aprender a degustar cada paso del camino, no sea que luego no estemos preparados para la belleza final.
Buenos dias Gonzalo y gracias por hacerme caer en la cuenta, lo de las prisas. Dios te bendiga.
ResponderEliminarMe ha encantado. Tanto que se lo voy a mandar a mis nietos adolescentes
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