Hace unos días me ocurrió una anécdota divertida. Parece casi un remedo del Evangelio de este II Domingo del Tiempo Ordinario. La religiosa encargada de la sacristía del lugar donde suelo celebrar la Eucaristía matinal no estaba ese día en casa. La sustituyó alguna compañera suya con menos experiencia litúrgica. Por alguna razón que ignoro, vertió agua en la vinajera donde estaba escrita una V muy grande (la del vino) y llenó de vino la que tenía escrita una A de igual tamaño (la del agua). Total, que ese día consagré con muy poco vino y una cantidad notable de agua. Lo más llamativo no fue que, debido a un descuido, el agua se convirtiera en vino (como en el Evangelio de hoy), sino que el vino se convirtiera en agua.
Algo parecido sucede en nuestra vida cristiana. Por superficialidad, pereza o apatía convertimos el vino gozoso del Evangelio en agua rutinaria. Hacemos de la fe algo devaluado, un modo de vivir rutinario, un rito insignificante. ¿Cómo redescubrir que donde está Jesús la vida se convierte siempre en una celebración de bodas, a pesar de los contratiempos que puedan surgir? ¿Cómo agradecer que la alegría y la fiesta compartidas son el “primer signo” del Reino de Dios en nuestro mundo?
El relato de las “bodas de Caná” (cf. Jn 2,1-11) es -como indica el mismo texto de Juan- “el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él”. Le seguirán otros seis (la curación del hijo de un funcionario real, la curación del paralítico de la piscina, la multiplicación de los panes, el paseo de Jesús por el lago, la curación del ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro) hasta completar el número perfecto de siete dentro del llamado “libro de los signos”. Cada uno de ellos contiene un mensaje para ayudarnos a creer.
El de este “primer signo” realizado en Caná (o en Canadá, como decía por error una anciana que solía rezar el Rosario en la iglesia de mi pueblo) es claro: Jesús convierte el agua de la ley antigua en el vino de la ley nueva del amor. Es el amor, y no la ley, el corazón del Reino de Dios. Por eso, podemos alegrarnos y celebrar la libertad que nace del amor. Para poder realizar este cambio (quizá sería mejor decir esta conversión) necesitamos hacer lo que él (Jesús) nos diga. Este es precisamente el mensaje que el evangelista pone en labios de María, llamada no por su nombre propio (como en los evangelios de Mateo y Lucas), sino como “la madre de Jesús”, la mujer de “la hora” del Mesías: “Haced lo que él os diga”.
En la dinámica de nuestra vida actual, María sigue jugando el mismo papel. También ella se da cuenta de que a nosotros, hombres y mujeres enredados en múltiples afanes, nos falta el vino del sentido de la vida, del amor, del gozo. Y se lo dice abiertamente a su hijo: “No tienen vino”. Es duro admitir que podemos estar viviendo una fe rutinaria sin el vino del amor. ¿Qué hacer entonces? María nos remite siempre a Jesús. El Maestro nos pide solo que llenemos las tinajas con el agua de nuestra vida ordinaria, con todo aquello que forma parte de nuestro pequeño mundo (planes, proyectos, fracasos, relaciones, éxitos, etc.).
Si confiamos en la fuerza de su Palabra, él se encargará de transformar esa agua ordinaria en el vino nuevo del Reino. Y su Madre se convertirá, sin pretenderlo, en “la mujer del vino nuevo”, en la que siempre percibe nuestra indigencia humana y nos dirige a Jesús. ¿No es hermoso comprobar que es esto precisamente lo que percibimos en la vida de la humanidad y de la Iglesia? A través de la mediación de María, muchos hombres y mujeres que han perdido la fe o la viven de forma rutinaria se acercan a Jesús y descubren un nuevo modo de vivir basado en el amor. Una vez probado este vino exquisito, no quieren saber ya nada de su vieja existencia. Necesitamos muchos “signos” como estos para poder creer. Feliz domingo.
Que hermosa reflexion. Gracias.
ResponderEliminar