Tendría que escribir algo sobre el Black Friday, pero me niego a caer en la trampa. No me comí ayer un pavo rodeado de familiares, ni hoy pienso comprar una camisa o un dispositivo electrónico por el simple hecho de que los vendan a precios tentadores. Me parece muy bien que en Estados Unidos celebren con gratitud y armonía familiar el Thanksgiving Day (Día de Acción de Gracias) y que al día siguiente (es decir, hoy) se lancen a comprar como posesos aprovechando las rebajas del famoso Viernes Negro. Cada país tiene derecho a crear y vivir sus tradiciones, pero me rebelo contra el colonialismo cultural. Me gusta la mezcla, la fusión de culturas, pero no la imposición violenta o sutil de unas sobre otras.
Ya sé que mi queja es perfectamente inútil (como lo fue hace casi un mes a propósito de la importada fiesta de Halloween), pero eso no me impide compartir mi desahogo. El papanatismo no tiene límites. Soy un admirador de los Estados Unidos. Hay muchas cosas que me gustan de ese inmenso y todavía poderoso país, pero me niego a seguir siempre sus dictados, sobre todo cuando no responden a mi manera de entender la vida. Favorecer un consumismo voraz no encaja con mi opción por un estilo de vida sobrio y solidario. Estoy de acuerdo con el cardenal Omella en que “comprar compulsivamente nos apaga el corazón”.
A menudo me pregunto por qué consumimos tanto. Esta pregunta se la hacen también los expertos en mercadotecnia y hasta los filósofos. Hablan de obsolescencia programada, de dependencia de la publicidad y de una convicción colectiva de que lo básico para vivir incluye muchas más cosas que las que se juzgaban necesarias hace solo unas décadas. Hace años, por ejemplo, el aire acondicionado se consideraba un lujo en muchos lugares; hoy se ha convertido en una necesidad. El problema es que, mientras aumentan los deseos de tener más cosas, no aumentan los salarios en una proporción semejante. Esto produce una enorme ansiedad que no siempre se maneja bien y que tiene su cohorte de desajustes.
Si los lectores del Rincón no me tildan de espiritualista, yo creo que hay una razón más profunda y de la que pocas veces se habla. Hoy nos hemos vuelto consumistas compulsivos (destaco el adjetivo) porque ya no creemos en una vida más allá de la muerte. Cuando desaparece del horizonte existencial la esperanza en un futuro mejor, nos vemos obligados a satisfacer el máximo de nuestros deseos aquí y ahora: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”. Parafraseando el refrán, podríamos decir: “Más vale casa y coche en esta tierra (visible) que un hipotético lugar en el cielo (invisible)”. O sea, que disponemos de un tiempo relativamente corto para parecernos a los modelos felices que la publicidad nos vende. Hay que hacerse ricos cuanto antes. O, por lo menos, consumir todo lo posible, aunque sea a costa de endeudarnos hasta las cejas.
Si el consumismo compulsivo, además de mover la economía, produjera personas serenas y felices, estaría dispuesto a reconocer sus ventajas. Pero lo que observo es casi siempre lo contrario. Adquirir un televisor de plasma de 40 pulgadas, un SUV de 40.000 euros o un apartamento en la playa no garantiza la felicidad. Muchas personas entran en una espiral ansiosa de la que nunca salen porque siempre hay un producto mejor o porque se comparan con alguien próximo que tiene mayor poder adquisitivo y, por lo tanto, puede comprar un coche con más cilindros o una casa con más metros cuadrados. Mientras tanto, la vida (y no solo la nómina mensual) queda bastante hipotecada.
Solo cuando tomamos conciencia de que esta vida es muy limitada en el tiempo y de que nuestra verdadera patria está en el cielo (cosa que el hombre moderno ha rechazado de plano o admite a regañadientes), solo entonces podemos conducir una vida sobria, solidaria… y feliz. No es que nos convirtamos en ascetas intolerantes o que renunciemos a toda propiedad, sino que ─como reza el salmo 130─ “acallamos y moderamos nuestros deseos, como un niño en brazos de su madre” porque “no pretendemos grandezas que superan nuestra capacidad”. Ser sobrio no significa ser un aguafiestas, sino vivir con la alegría que produce la moderación y la compartición, conscientes además de que el consumismo compulsivo es un insulto a quienes apenas pueden sobrevivir y un atentado a la sostenibilidad del planeta.
¿Cuánto tiempo tarda uno en darse cuenta de esta dinámica? Cuando se es joven resulta casi imposible porque uno cree que va a ser más cuanto más tenga. Tener y ser parecen verbos intercambiables. Solo el paso del tiempo y alguna “experiencia fuerte” pueden ayudarnos a entender las cosas de otra manera. ¡Desde luego, al Black Friday no le interesa lo más mínimo un cambio de mentalidad!
¿Por qué consumimos tanto? Pregunta que me he formulado muchas veces y continuo haciéndome, teniendo en cuenta lo que nos dices: “el consumismo compulsivo es un insulto a quienes apenas pueden sobrevivir y un atentado a la sostenibilidad del planeta.”
ResponderEliminarSondeando, con varias personas, he obtenido diferentes respuestas:
- Porque nos vamos creando necesidades que, la mayoría de veces, no son tales, pero las justificamos.
- Por llenar un vacío que llevamos dentro y que cuando más consumimos, más se acrecienta.
- El niño/a en una de las etapas infantiles se valora por lo que tiene… Hay adultos que parece que han quedado atrapados en esta etapa.
- Otros han acumulado en momentos que han experimentado un complejo de inferioridad.
- A veces es una compensación por no saber amar y sentirse amada.
- Y, la lista sería interminable… Cada caso tiene una causa diferente.
Gonzalo, tu queja no es inútil, también otros nos quejamos y ayuda el saber que somos varios o muchos que sintonizamos. Personalmente, el fin de semana del “viernes negro”, me suelo quedar en casa para no caer en la tentación de la compra compulsiva, porque me creo necesidades.
Estamos viviendo la vida material por un lado y la vida del más allá por otro y no conseguimos, tener muy presente el vivir la vida actual como un camino que desemboca en “la otra vida”. Por falta de reflexión, no contemplamos que, toda vida, tiene un final, pero cuando tomamos conciencia de las limitaciones a que nos lleva, como dices, es posible conducir una vida sobria, solidaria… y feliz.
Gracias por citar el salmo 130.
Gracias Gonzalo por ir despertando inquietudes.
Bien has escrito, Gonzalo...
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