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miércoles, 24 de noviembre de 2021

La actividad más inútil

A las seis de la mañana todo es oscuro. Cuando suena el despertador salto de la cama sin mucha pereza. Hace ya tiempo que no enciendo la radio. Prefiero empezar el día en silencio. La ducha caliente se encarga de recordarme que hace muchos años fui bautizado en un agua renovadora. Merece la pena empezar el día como un hijo de Dios, un consagrado. Es la clave del pentagrama diario. Desde ella adquieren sentido todas las notas que vayan sonando a lo largo de la jornada. Nadie podrá arrebatarme mi dignidad de hijo, ni siquiera mi propia torpeza. A eso de las seis y media me dirijo a la pequeña capilla que dista unos catorce metros de mi habitación. A esa hora temprana no hay nadie. ¿Nadie? Está la presencia eucarística de Jesús en el sagrario. Me lo recuerda la lucecita roja siempre encendida. 

Me siento en mi silla, bastante más incómoda que la que tenía en Roma. Respiro hondo varias veces mientras tomo conciencia de que no estoy solo. Repito en voz baja: “Señor Jesús, ten misericordia de mí”. Luego me dejo llevar. A veces me asaltan algunas preguntas: ¿Existirá de verdad este Dios al que no veo ni oigo? ¿Llevaré años engañándome a mí mismo mediante una especie de autosugestión? ¿Qué hago aquí “perdiendo el tiempo” mientras mucha gente duerme o está yendo al trabajo? ¿Para qué sirve esta hora en silencio y soledad?

Cuando han pasado unos diez o quince minutos, empiezan a desfilar por mi mente los rostros de las personas que están atravesando situaciones especiales. Le cuento a Dios lo que él ya sabe. Se lo cuento con una confianza infantil que a veces se parece mucho a la falta de responsabilidad. Es como si le dijera: “Hazte cargo de lo que está viviendo esta persona porque yo no sé muy bien qué puedo hacer”. Nunca he escuchado una respuesta nítida, pero intuyo que, en más de un caso, Dios podría responderme: “Te he hecho a ti. Sé mis ojos y mis manos”. Sigo en silencio y siguen desfilando rostros y nombres. Esta fase interpersonal no falta nunca.

A veces me detengo un poco en algunos, sobre todo cuando se trata de personas que viven situaciones dolorosas. Por lo general, el tiempo vuela, aunque hay días en que se me hace interminable. Nunca leo nada, ni siquiera un texto bíblico. Estoy ante quien creo que está. Pronto dejo de hablar. Me abandono a una presencia amorosa que no sabría describir. Puedo engañarme, pero al día siguiente vuelvo a la cita, como si me atrajera un poderoso imán. Cuando por alguna razón me falta, la echo de menos.


La oración es la actividad más inútil. A primera vista, no sirve para nada, a veces ni siquiera para serenar los ánimos. Puede ser una balsa de aceite, pero casi siempre es un combate. No se parece a las técnicas de autoayuda. Su objetivo no es ayudarnos a sentirnos bien o a lidiar con nuestros problemas. Es un ejercicio amoroso de pura gratuidad. Dejarse mirar y mirar. Dejarse amar y amar. Dejarse curar y ver con otros ojos las propias heridas y fragilidades. Hay días en que desearía escuchar algo, sentir algo, probar una mínima emoción. No sucede nada. Es como si el silencio y la ausencia lo inundaran todo. 

Otros días, sin saber por qué, el corazón parece esponjarse. Hay una sobredosis de paz, alegría, confianza y amor. Lo importante es estar para poder ser. Todo lo que tiene que ver con la amistad no se puede justipreciar. Un poco antes de las siete y media comienzan a llegar a la capilla otros hermanos. Vienen para la oración comunitaria. No camino solo. En la oscuridad de la capilla está el mundo entero. La presencia física de mis hermanos es un sacramento. Me hace recordar un himno litúrgico que describe bien la dimensión comunitaria (y humanitaria) de toda oración:

Padre nuestro,
Padre de todos,
líbrame del orgullo
de estar solo.

No vengo a la soledad
cuando vengo a la oración,
pues sé que, estando contigo,
con mis hermanos estoy;
y sé que, estando con ellos,
tú estás en medio, Señor.

No he venido a refugiarme
dentro de tu torreón,
como quien huye a un exilio
de aristocracia interior.
Pues vine huyendo del ruido,
pero de los hombres no.

Allí donde va un cristiano
no hay soledad, sino amor,
pues lleva toda la Iglesia
dentro de su corazón.
y dice siempre «nosotros»,
incluso si dice «yo». Amén.

  

1 comentario:

  1. De entrada, sorprende el título que le das hoy: La actividad más inútil, es un poco provocador…
    Hoy, me sale de decirte simplemente “gracias”… Gracias por compartir íntimamente tus momentos de vivencia de la oración y de estar en presencia del Señor… Gracias por compartir interrogantes… y compartir también el himno litúrgico.
    Resuena con fuerza: “Te he hecho a ti. Sé mis ojos y mis manos”.
    Me siento muy identificada en muchas de las afirmaciones que haces, lo que me ayuda a seguir adelante.
    Importante cuando expresas lo que desearías tener y lo que a veces se da… Gracias, como otras veces nos has abierto tu corazón.
    Un abrazo.

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