Hoy, sin embargo, me siento empujado a poner el acento en otro verbo que puede pasar desapercibido y que me parece esencial en el contexto en que vivimos. Me refiero al verbo “escuchar”. En la primera lectura, antes de hablar del amor a Dios, el libro del Deuteronomio dice: “Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno”. Y en el evangelio de Marcos Jesús cita este mismo pasaje que todo buen israelita, incluso en la actualidad, recita tres veces al día. No podemos entender bien qué significa amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a nosotros mismos si antes no somos capaces de “escuchar”.
Creo que encontramos aquí una clave para entender lo que nos pasa hoy. Vivimos en la sociedad del ruido. Nos cuesta adentrarnos en el silencio. Hablamos mucho y escuchamos poco. Por eso, no percibimos la voz de nuestro corazón, las necesidades de los demás y, en definitiva, el susurro de Dios. ¿No tendríamos que vaciarnos de nosotros mismos para aprender a escuchar?
Creo que todos hemos experimentado algunas veces en nuestra vida el bálsamo de la escucha. Cuando alguien es todo oídos para que nosotros podamos ser todo palabra se produce un momento de autorrevelación; es decir, cuando nos sentimos escuchados con atención y cariño, exploramos nuestro fondo interior, descubrimos algo del misterio que somos, compartimos más de lo que habíamos planeado. La escucha atenta tiene el poder de hacer aflorar lo que llevamos dentro.
¿Qué sucede cuando se invierten los papeles y somos nosotros los que escuchamos a los demás? ¡Que los ayudamos a descubrirse y aceptarse! No solo eso. Cuando practicamos la escucha paciente, escuchamos la “música callada” de nuestro corazón, que es el santuario donde Dios habita. Por eso, es tan importante aprender a escuchar. Sin escucha no hay fe posible. Cuando nos dejamos dominar por los ruidos interiores y exteriores, la voz de Dios se difumina. Entonces podemos decir que “Dios no existe”, pero, en realidad, tendríamos que decir que no somos capaces de escucharlo porque hemos ocupado todo el espacio con nuestras propias voces.
Está claro que lo esencial en la vida es amar a Dios y a los demás, pero será imposible conjugar este verbo si antes o al mismo tiempo no hemos aprendido a escuchar.
Donde lo citas he vuelto a la entrada de “El bálsamo de la escucha”. Cuántos recuerdos de momentos en los que me he sentido escuchada y aceptada, momentos de inquietudes y momentos duros que, de vez en cuando, nos presenta la vida y el bien que me ha hecho y me lleva a dar gracias por ello.
ResponderEliminarHe vivido la experiencia de que cuando escuchamos a los demás, salimos beneficiados de ello, nos ayuda a ver con más claridad nuestro interior y además nos capacita para escuchar a Dios a través de las personas, percibir su presencia. Me gusta como lo describes y tomo nota de ello: “Cuando practicamos la escucha paciente, escuchamos la “música callada” de nuestro corazón, que es el santuario donde Dios habita”.
Estoy totalmente de acuerdo contigo cuando comentas del verbo “amar” y nos dices: “será imposible conjugar este verbo si antes o al mismo tiempo no hemos aprendido a escuchar”.
A la pregunta que formulas: “¿No tendríamos que vaciarnos de nosotros mismos para aprender a escuchar?” La respuesta es SI… si nosotros estamos demasiado llenos de ruidos, de preocupaciones, de egoísmo, no podremos escuchar “el susurro de Dios”.
Gracias Gonzalo, con esta entrada estás abriendo muchas “rendijas” que nos llevan a que entre un poco de luz, en nuestras vidas y que nos ayudan a descubrir que cuando decimos que sentimos lejos a Dios, no es Él que se aleja, somos nosotros los que estamos lejos de Él.
Gracias, tus comentarios también aportan luz
EliminarMuchas gracias Padre.
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