Ayer volví a Asís para despedirme del poverello. Hacía un día soleado y cálido, como si el verano se resistiese a morir, aunque ya eran evidentes los síntomas del otoño en las hojas amarillentas de algunos árboles. Había más gente de lo que hubiera imaginado. Tanto las calles, como las iglesias y las terrazas de los bares estaban muy concurridas. En la basílica superior de san Francisco estaban montando el estrado que se usará para las celebraciones del próximo 4 de octubre. Contemplando los frescos de Giotto y las bóvedas góticas, recordé que hace casi 24 años, el 26 de septiembre de 1997, se produjo un fuerte terremoto que produjo algunas víctimas y dañó gravemente este patrimonio de la humanidad.
Nuestra vida está siempre expuesta a lo imprevisible. Algo parecido le sucedió a Jesús, aunque él quiso advertir con tiempo a sus discípulos. Nos lo recuerda el Evangelio de este XXV Domingo del Tiempo Ordinario. Por tres veces, con matices algo distintos, Jesús les anuncia lo que le va a suceder. El Evangelio de hoy propone el segundo anuncio: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará”. Estas palabras resultaban tan absurdas, que los discípulos “no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle”.
Si nosotros creemos entenderlas a la primera, porque conocemos con detalle el desenlace de la historia de Jesús, es muy probable que no hayamos captado su hondura. Dios mismo entrega (como si fuera una hostia inmaculada) a su hijo a la humanidad. Lo está entregando continuamente. Nosotros lo matamos. La “muerte de Dios”, tan cacareada en nuestro tiempo, no es más que el reflejo cultural de lo que sucede en cada uno de nosotros cuando preferimos vivir “como si Dios no existiera” (etsi deus non daretur). También hoy, como en los tiempos en los que se escribió el libro de la Sabiduría (del que leemos un pequeño fragmento en la primera lectura de hoy), hacemos nuestro el principio “comamos y bebamos que mañana moriremos”.
La vida nos resulta tan enigmática que preferimos apurar las pocas gotas de placer que nos ofrece antes que abandonarnos a una esperanza incierta. Aunque hayan pasado muchos años desde que empezamos a creer en Dios y en Jesús, es muy probable que nuestro corazón siga siendo tan “mundano” como el de quienes no creen. La prueba de fuego es nuestra actitud ante la vida: ¿Buscamos medrar o servir? ¿Aspiramos a los primeros puestos o nos situamos conscientemente en los últimos? ¿Acogemos a los “niños” (es decir, a los que cuentan poco) o nos arrimamos siempre al sol que más calienta?
Me sorprendo de lo difícil que es asumir la novedad del Evangelio para quienes tienen muy bien armado el puzle de su vida personal y de lo connatural que resulta para quienes pertenecen a la categoría de los últimos. Si ha habido algún ser humano que ha aprendido bien esta lección (incluso mejor que los discípulos de primera hora) ese ha sido Francisco de Asís. Lo pensaba ayer mientras recorría a pie las calles de su encantadora ciudad. Él supo despojarse de todo (hasta el punto de desnudarse ante su obispo) para emprender una vida de pobreza y libertad, de configuración extrema con el Cristo pobre y sufriente. Pocos cristianos llegan a este grado de profundidad. La mayoría nos conformamos con intuir que el camino va por ahí, mientras buscamos todo tipo de justificaciones para continuar con el estilo de vida que llevamos.
Cuando la vida de los cristianos no resulta “incómoda” para quienes viven con nosotros, quiere decir que hemos asimilado de tal manera el espíritu del mundo que ya no estamos en condiciones de ofrecer una alternativa. Esto es patente en nuestra vieja Europa. ¿Cómo se sacude uno la modorra del conformismo? Jesús nos muestra el mismo camino que él recorrió: poniéndose a la cola del servicio, entregando nuestra vida para que otros vivan con más dignidad. El servicio nos cura de una fe acomodaticia y nos introduce en la lógica de Jesús. Al final se cumplen sus palabras: “El que quiera ganar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí la conservará” (Mt 16,25). Feliz domingo.
Escribes: ayer volví a Asís para despedirme del poverello… Te despides pero lo llevas dentro y das testimonio de ello, gracias.
ResponderEliminarGracias por confrontarnos hoy con san Francisco de Asís y resaltar su despojamiento… Es muy difícil llegar a este grado de profundidad y saber descubrir la novedad del Evangelio, es un don que no todos tenemos, pero si no llegamos que no sea por dejarnos llevar por la pereza y el conformismo.
Ojalá su ejemplo nos lleve a vivir nuestra vida anclada “en el servicio”. Gracias por ir desvelando inquietudes.