Reconozco que no estoy siguiendo los Juegos Olímpicos de Tokio con la pasión con que seguí los de Barcelona en 1992 u otros más recientes, como los de Londres en 2012 o los de Río de Janeiro en 2016. Tengo la mente puesta en otros intereses más acuciantes, como el próximo Capítulo General de los Misioneros Claretianos. Con todo, la celebración de los Juegos me hace pensar. Competir sin público resta vistosidad y energía. La pandemia impone sus reglas. Más allá de las circunstancias de este año, los juegos son una competición; es decir, un ejercicio de “rivalidad de quienes se disputan una misma cosa o la pretenden”. Rivalidad significa “enemistad producida por emulación o competencia muy vivas”. Es posible que la rivalidad deportiva sirva para encauzar y humanizar otras rivalidades más peligrosas. En cualquier caso, se mantiene la idea de que el otro −por mucho fair play que se exhiba− es un oponente a quien tengo que vencer. Al final, hay medallas (oro, plata y bronce) y diplomas. Unos ganan y otros pierden. La gente solo recuerda a los ganadores. Algunos se convierten en estrellas.
Estamos tan acostumbrados a que las cosas sean así (no solo en el terreno deportivo, sino en el académico, empresarial, laboral, etc.) que nos cuesta imaginar que puedan ser de otro modo. Nos parece que la competición es el modo mejor de potenciar las cualidades de las personas y perseguir ese citius, altius, fortius (más lejos, más alto, más fuerte) que nos hace progresar como individuos y como humanidad. La sociedad de mercado defiende una vida competitiva como la base del progreso. No dudo de que hay una “sana” rivalidad que estimula la creatividad, la producción y el consumo. Pero ¿a qué precio?
La retirada de la gimnasta estadounidense Simone Biles de la final por equipos en los Juegos de Tokio es una luz roja que nos avisa de que algo no va bien. Reproduzco sus palabras: “Tengo que concentrarme en mi salud mental. Simplemente creo que la salud mental es más importante en los deportes en este momento. Tenemos que proteger nuestras mentes y nuestros cuerpos, y no solo salir y hacer lo que el mundo quiere que hagamos”. Otros muchos deportistas de élite −desde Michael Phelps hasta Ricky Rubio− han sufrido ansiedad y depresión por estar sometidos a fuertes presiones para mantenerse en la cima. En ocasiones, las expectativas de sus patrocinadores, entrenadores y seguidores los han obligado a comportarse como máquinas programadas más que como personas libres. Al final, se resquebrajan y hasta se rompen.
¿Merece la pena tanto esfuerzo para lograr un récord mundial? ¿Dónde está la frontera entre la necesaria disciplina deportiva y la exageración competitiva? ¿Son los deportistas de élite una especie de humanos robotizados que se prestan a extremos casi imposibles con tal de alcanzar la gloria de una medalla, fomentar el orgullo patriótico y aumentar las ganancias de sus patrocinadores? ¿Merece la pena pagar el precio del equilibrio personal por alcanzar estas metas? ¿Cabe imaginar un desarrollo personal y colectivo a todos los niveles que no pase necesariamente por la lógica de la competición y la exhibición?
Me vienen a la mente las palabras de Pablo en la primera carta a los Corintios: “¿No sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio? Pues corred así: para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita. Por eso corro yo, pero no al azar; lucho, pero no contra el aire; sino que golpeo mi cuerpo y lo someto, no sea que, habiendo predicado a otros, quede yo descalificado” (1 Cor 9,24-27). Pablo echa también mano de esta imagen atlética en su carta a los Filipenses: “Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Solo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús” (Flp 3,13-14). Es verdad que Pablo nos invita a correr para ganar, pero ganar “una corona que no se marchita”.
La experiencia de los atletas le sirve para acentuar dos aspectos del camino cristiano: la atracción de la meta (sin la cual el camino se hace duro) y la disciplina que nos permite correr con diligencia. El acento no recae sobre la derrota de los otros competidores o sobre la obtención de premios terrenos. No estaría mal imaginar unos Juegos Olímpicos desde esta lógica. Si no es posible en el plano deportivo −porque seguramente resultarían menos atractivos y rentables− habría que intentarlo al menos en esos “juegos olímpicos” que son la vida misma. No se trata de correr hacia la meta dando codazos a los demás y celebrando sus derrotas, sino animándonos unos a otros a correr con energía en la misma dirección para alcanzar juntos a la meta a la que hemos sido destinados.
No, la vida no es una competición pero la transformamos en competitiva y ello a muchos niveles.
ResponderEliminarCuánto sufrimiento psicológico hay en las personas. De algunas nos enteramos pero también lo hay muy silencioso, en aquella gente que no tiene ni fuerza para comunicarlo.
Si nuestro interior se pudiera visibilizar, que mundo tan diferente veríamos. Cuánto disfraz hay, cuánto dolor se esconde muchas veces tras una sonrisa.
Es para preguntarnos ¿cuál es mi meta? ¿de qué medios dispongo para vivir y realizar mi carrera? Puedo seguir mi camino, descubriendo qué manos se me ofrecen como ayuda y a quién yo puedo dar la mano y así lleguemos juntos hasta nuestra meta que es Dios.
Gracias Gonzalo, a través de las reflexiones que nos ofreces, eres esta mano que nos acompaña para llegar a Dios.
Estaremos unidos a través de la oración para el fruto de vuestro Capítulo General pidiendo al Señor que el Espíritu esté presente e ilumine los nuevos caminos.