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domingo, 27 de junio de 2021

Tocarlo y dejarse tocar

El mensaje de este XIII Domingo del Tiempo Ordinario rezuma vida por los cuatro costados. Necesitamos acogerlo para no hundirnos en la fosa del escepticismo. A diferencia de otros pueblos, Israel tardó mucho tiempo en creer que hay vida después de la muerte. Esta lentitud de Israel en llegar a la afirmación explícita de una vida eterna resulta iluminadora para nosotros, creyentes de hoy. Nos ayuda a comprender que, antes de creer en la resurrección y en un mundo futuro, es necesario valorar y amar apasionadamente la vida en este mundo, tal como la aprecia y ama Dios. Este es el mensaje de la primera lectura tomada del libro de la Sabiduría: “Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo impera en la tierra”. 

Cada vez que viajo a América Latina, un continente que ha sufrido desgarros de todo tipo, me sorprende positivamente que muchos cristianos se dirijan a Dios como “Dios de la vida”. Cuando la muerte nos pisa los talones en forma de guerra, narcotráfico, opresión… entonces se valora más el don de la vida. Jesús lo dijo de manera inequívoca: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mt 22,32).

En el Evangelio de hoy se entrecruzan dos historias: la de la hija de Jairo y la de la mujer que padecía flujo de sangre. Cada una tiene sus rasgos propios. Hay, sin embargo, un hilo que las une: la experiencia de pasar de la enfermedad-muerte a la curación-vida. En ambas historias se juega con el número 12: la niña tiene 12 años y la mujer lleva 12 años padeciendo la enfermedad. En ambas adquiere una gran importancia el tacto. La mujer “acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que, con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente”. Es ella quien toca a Jesús porque siente que de él emana la salud y la vida. 

En el caso de la niña muerta es Jesús quien la toca para trasmitirle un nuevo aliento: “Entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi (que significa: contigo hablo, niña, levántate).»”. Ambas mujeres (la adulta y la niña), que habían sido excluidas de la comunidad, son reintegradas en ella. Cuando Jesús salva, no solo cura las enfermedades físicas y espirituales, sino que derriba las barreras de la exclusión. Jesús es un reintegrador, alguien que devuelve la vida plena: física, psíquica, espiritual y social.

¿Cómo podemos acoger este mensaje en el contexto de pandemia que todavía seguimos viviendo? ¿Por qué no experimentamos hoy con fuerza que Jesús sigue siendo fuente de vida para nosotros y para el mundo? Encuentro una explicación sencilla: porque no nos acercamos a él para tocarlo (como hizo la mujer hemorroísa) y porque no nos dejamos tocar por él (como sucedió con la niña muerta). Es verdad que muchos de nosotros celebramos los sacramentos, leemos la Biblia y hasta hacemos alguna obra de caridad, pero ¿significa eso que “tocamos” a Jesús o nos quedamos, más bien, en sus alrededores? No es lo mismo ser admiradores que amigos. 

Tocar a Jesús implica un gran atrevimiento. De la mujer se dice que “oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto”. También nosotros hemos oído hablar de Jesús desde nuestra infancia, pero no siempre nos atrevemos a cruzar la barrera del gentío para acercarnos a Jesús y tocarlo. Somos víctimas de muchos prejuicios, nos da vergüenza ir contracorriente, nos dejamos llevar por lo que piensa la mayoría. En definitiva, no nos acercamos lo suficiente a Jesús como para experimentar su poder sanador. 

Pero también puede suceder que estemos prácticamente muertos, como la hija de Jairo, y que nosotros y quienes nos rodean hayamos ya tirado la toalla pensando que es imposible volver a creer y vivir. Como los familiares de la niña, podemos decir: “¿Para qué molestar más al maestro?”. Es él entonces el que toma la iniciativa: “Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe.»”. Es lo único que Jesús nos pide para sacarnos de la fosa de la tristeza, la depresión y el sinsentido: un poco de fe. Ni siquiera nos pide que tengamos la valentía de tocarlo. Es suficiente con que nos dejemos tocar por él.



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