Si uno viaja por América, enseguida cae en la cuenta de que uno de los cantos religiosos más populares (sobre todo, en Centroamérica, el Caribe, México y Estados Unidos) es el que compuso hace ya treinta años el cantautor costarricense-mexicano Martín Valverde. Se llama “Nadie te ama como yo”. Se lo he oído cantar en directo en el Staples Center de Los Angeles en 2006. He sido testigo de cómo los miles de participantes en el concierto-adoración se emocionaban hasta las lágrimas y lo cantaban también a voz en cuello.
Más de una vez me he preguntado por qué este canto se ha difundido tanto. A algunos les parece demasiado sentimental e intimista, muy alejado de aquellos cantos revolucionarios de los años 70 en los que se denunciaba a los opresores y se defendía a los oprimidos con una mezcla de rabia y poesía: “Creo que fuiste golpeado / con escarnio torturado / en la cruz martirizado / siendo Pilatos pretor. / El romano imperialista / puñetero y desalmado / que lavándose las manos / quiso borrar el error”.
¿Quién no recuerda, por ejemplo, el éxito de la Misa Campesina Nicaragüense de Carlos Mejía Godoy? ¡Hasta se hizo una versión española pop en 1979 con la Orquesta Sinfónica de Londres y cantantes de la talla de Ana Belén, Sergio y Estíbaliz, Miguel Bosé, Elsa Baeza y el trío Laredo! Yo mismo me sé de memoria la mayor parte de las canciones. Sin embargo, ninguna ha llegado a hacerse tan famosa y durante tanto tiempo como “Nadie te ama como yo”. Quizá echando un vistazo a la letra podamos entender algo.
Nadie te ama como yo
(Martín Valverde)
Quien habla no es el autor de la canción o el que la interpreta, sino Jesús mismo. Se está dirigiendo a cualquiera de nosotros. Nos habla con el tono íntimo de un amigo. Expresa su alegría de poder encontrarse con nosotros después de mucho tiempo de espera. Por cuatro veces repite “¡Cuánto he esperado!”, como si quisiera acentuar el deseo incontenible de encontrarse con cada uno de nosotros en el calor de la amistad. Uno imagina a Jesús – como al padre del hijo pródigo – mirando todos los días por la ventana para ver si alguna vez aparecemos nosotros en el horizonte y luego acogernos con un abrazo.
Por más tiempo que haya pasado desde que nos alejamos de él, su tono no es de reproche por la prolongada ausencia, sino de una infinita comprensión. Él se hace cargo de lo que nos pasa: “Yo sé bien lo que has vivido… lo que has llorado… lo que has sufrido”. Se diría que vivir, sufrir y llorar son casi verbos sinónimos. Expresan el sufrimiento secreto que a menudo acompaña nuestras vidas y que no siempre podemos compartir con otras personas.
¿Por qué Jesús sabe todo eso antes de que se lo contemos? No porque se comporte como una especie de “gran hermano” que nos vigila a todas horas con sus potentes videocámaras dondequiera que estemos, sino porque siempre ha estado con nosotros. Nos lo dice con claridad: “Pues de tu lado no me he ido”. Estoy seguro de que estas palabras tienen un enorme poder evocativo y hasta terapéutico. He visto a mucha gente llorar cuando las escucha o las canta. Les vienen a la memoria recuerdos de experiencias dolorosas, de frustraciones no encajadas, de traiciones y olvidos, de accidentes y muertes. Jesús estaba ahí, aunque fuera el amigo invisible.
Tras un crescendo suave, marcado por las dos primeras estrofas, el culmen se alcanza en el estribillo. Jesús nos dice lo que todo ser humano espera/necesita oír alguna vez en su vida, sobre todo cuando se encuentra desamparado o deprimido: “Pues nadie te ama como yo”. Por si no lo hemos entendido bien, lo repite. Y, por si hubiera alguna duda, nos invita a mirar el signo más elocuente y visible de ese amor: “Mira la cruz, esa es mi más grande prueba”. Jesús no habla, pues, de un amor romántico y vaporoso. Nos recuerda que ha dado la vida por nosotros. Mirando la cruz, no podemos permanecer indiferentes, como si todo diera igual.
El eco del evangelio de Juan es claro: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,14-16). El estribillo se remata con la frase inicial directa al corazón: “Nadie te ama como yo”. ¿Quién, con un mínimo de sensibilidad, no se estremece ante estas palabras, sobre todo cuando las escucha en compañía de otras muchas personas que pueden estar viviendo situaciones semejantes?
¿Es una canción sentimental? Sí, sin duda. De hecho, emociona a las personas que la cantan o la escuchan, incluso a las que presumen de ser frías y de preferir productos más fuertes. ¿Es una canción desconectada de la realidad? No, toca la fibra más honda y real del ser humano: el sufrimiento en cualquiera de sus formas. ¿Favorece una espiritualidad intimista, sin compromiso social? Quizás en algunos casos, pero no hay experiencia auténtica de la cruz de Jesús que no comporte la entrega a quienes hoy siguen sufriendo de mil maneras la misma cruz de Jesús y la lucha en favor de sus causas.
Hoy se sigue cantando porque seguimos viviendo las mismas experiencias que hace 30 años. Nos alejamos de Jesús y de la fe, nos sentimos solos y desamparados, a veces lloramos, sufrimos por el peso de la vida (la pandemia es un peso más, añadido a los que ya soportábamos antes) y, sobre todo, anhelamos un amor que nos colme. Si a estos contenidos intemporales, añadimos una música con la conocida secuencia armónica DO-SOL-la-FA-SOL, entenderemos por qué ha llegado a tantas personas. No hay especiales secretos. Los ingredientes son claros.
Solo
me queda presentar el vídeo en el que unos 60 artistas de América y Europa
(España e Italia) han grabado una nueva versión del tema de Martín Valverde con
motivo de los 30 años de la canción. El resultado es una versión muy
heterogénea, a ratos un poco espasmódica, pero eso mismo indica hasta qué punto
la canción se ha extendido por toda América y suena con registros muy variados. Espero que os guste.
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