Puede ser una mera coincidencia, pero mi fin de semana ha estado saturado de experiencias dolorosas, como si la vida se encargara de poner el contrapunto a la alegría de este tiempo pascual. Problemas en una comunidad cercana, cartas y llamadas que denotan angustia extrema, enfermos de COVID en estado crítico, secuestro de un compañero claretiano en Nigeria, incomprensión en algunas relaciones, silencios no deseados y la necesidad de “staccare la spina” (desenchufar), como se dice en italiano. Momentos así nos enseñan que no es posible ni necesario estar todo el día “como unas santas pascuas”, ni siquiera durante el tiempo de Pascua. La fragilidad, el cansancio y la incomprensión forman parte de la gramática humana. Las vemos en los demás y las comprobamos en nosotros mismos. Cuando suceden estas cosas, conviene respirar hondo, aceptar que la vida tiene sus fluctuaciones y confiar en que mañana las cosas serán un poco diferentes. ¿Se puede creer en este cambio cuando uno ha vivido ya muchas experiencias y está un poco de vuelta de casi todo? Es, más o menos, lo que Nicodemo le pregunta a Jesús en el evangelio de hoy: “¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?” (Jn 3,4).
A los jóvenes el cambio les parece algo natural porque vivir es cambiar. Todo joven quiere vivir; por eso, acepta cambiar. A medida que uno envejece no muestra tanto entusiasmo. Puede incluso llegar un momento en que rechaza todo cambio por aquello de que “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”. Por absurdo que parezca, los seres humanos somos capaces de sentirnos satisfechos incluso cuando estamos mal. Hemos aprendido a construir nuestro nido protector con materiales de desecho: frustraciones, tristezas, fracasos y desamparos. Una vez que logramos refugiarnos en él, nos cuesta imaginar que las cosas pueden ser de otra manera, que todavía es posible volar. O – por usar la expresión de Nicodemo – que podemos “nacer de nuevo”. En el contexto de la pandemia se habla mucho de reinventarnos. Quizás es otra manera de decir lo mismo. Pero no se trata de un esfuerzo voluntarista por cambiar. En su respuesta a Nicodemo, Jesús aclara que “el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu” (Jn 3,5). No estoy seguro de que estas dos palabras (carne y espíritu) nos digan mucho hoy. Quizás un texto de la carta de san Pablo a los gálatas nos ayude a entender estas dos formas de vida a partir de los frutos que produce cada una de ellas:
“Yo os digo: caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne; efectivamente, hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais. Pero si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley.
Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Y os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen estas cosas no heredarán el reino de Dios.
En cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí. Contra estas cosas no hay ley” (Gal 5,16-23).
Con estos criterios podemos hacer un primer “autotest” espiritual para ver si vivimos “de tejas abajo” (es decir, según la carne) o “movidos por Dios” (es decir, según el espíritu). Y luego invocar humildemente al Espíritu Santo para que transforme la tristeza en alegría, la violencia en paz, la soledad en compañía, la rigidez en flexibilidad y la indiferencia en compasión. Estas trasformaciones constituyen el verdadero cambio. Son destellos de Pascua perfectamente compatibles con las crisis que la vida cotidiana nos depara. El Espíritu no es una vacuna protectora contra todo tipo de virus, sino una energía que nos permite combatir, aprender y salir fortalecidos.
Los que vamos entrando en edad... también anhelamos cambios, y de hecho sí que podemos movernos y experimentar cambios... Solo que, a diferencia de los cambios deseados y vividos en nuestra etapa juvenil (que se concentran en una vitalidad estimulada en parte por la fuerza biológica de que se dispone), en la etapa adulta se concentra preferentemente en la vitalidad que privilegia la conciencia y la fe en la acción del Espíritu.
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