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domingo, 21 de marzo de 2021

Queremos ver a Jesús

El V Domingo de Cuaresma coincide este año con el comienzo de la primavera. Todo apunta a un renacimiento. El Evangelio de hoy es hermoso, denso, iluminador. Está organizado en torno a dos “subidas”. Unos griegos “suben” a Jerusalén para celebrar la Pascua. Y Jesús anuncia su “subida” a la cruz para engendrar la vida y atraer a todos hacia él. Este juego de “subidas” (y sus correspondientes “bajadas”) describe bien la dinámica de la vida. 

Creo que hoy, en nuestras sociedades secularizadas, hay muchos “griegos”; es decir, personas educadas en un contexto indiferente e idolátrico que, sin embargo, experimentan una inquietud espiritual. Por eso, buscan algo y se ponen en camino. Anhelan “subir” a una Jerusalén que no saben dónde se encuentra. Quizás sin decirlo expresamente, “quieren ver a Jesús”, pero no como quien desea acercarse a un personaje famoso, sino como quien intuye que en él está la clave de lo que necesitamos para vivir. Es interesante el apunte que hace el Evangelio de hoy. Los griegos llegan a Jesús a través de sus discípulos. Me parece reconocer en ese detalle una invitación a redescubrir el papel de la comunidad cristiana como ámbito de encuentro con Jesús. Felipe y Andrés (dos discípulos con nombre griego) hacen de puente entre los griegos y el Maestro. 

El texto de Juan no dice si finalmente se produjo el encuentro, pero ofrece una clave para comprender en qué consiste “encontrarse” con Jesús en cualquier tiempo y lugar. Sus palabras juegan con la metáfora del trigo: “Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Por si no acabamos de entender este misterio de muerte-vida, Jesús añade: “El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna”. Morir al propio egoísmo es la única manera de vivir y generar vida. Quien aprende a morir a sí mismo se encuentra con Aquel que, muriendo, nos ha dado la vida

Cuando medito el Evangelio de este domingo, pienso en mí y en muchos de mis amigos, cuya trayectoria vital conozco. Creo que en nosotros hay un deseo profundo de conocer a Jesús, de encontrarnos con él. Es probable que, como otros muchos cristianos, hayamos vividos tres etapas en nuestra vida de fe: una primera (coincidiendo con la infancia y la adolescencia) de candorosa fe en Jesús como nuestro amigo; una segunda (que suele iniciarse en la juventud y puede prolongarse durante décadas) de distanciamiento, cuestionamiento y hasta escepticismo; y una tercera (superada la mitad de la vida) en la que, curados de la autosuficiencia juvenil, caemos en la cuenta de que nuestra “candorosa” fe infantil quizá era mucho más profunda y real de lo que habíamos imaginado. 

No es necesario leer ningún libro para redescubrir a Jesús, a no ser el libro de la vida misma. Entonces, nace un nuevo interés por “ver a Jesús”, por encontrar una referencia estable y luminosa en medio de tantas experiencias efímeras y de tantos espejismos. Empezamos a entender palabras que antes nos resultaban enigmáticas o insignificantes porque estábamos encerrados en nuestro pequeño mundo de preocupaciones; por ejemplo, las palabras con las que se cierra el Evangelio de hoy: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”. La cruz de Jesús es un imán que atrae a todos porque nos revela lo que ninguna otra experiencia humana puede hacer: que en el centro del no-Dios (el sufrimiento, la angustia e incluso la muerte), Dios está sosteniendo la vida. No hay experiencia más solidaria e interclasista que la cruz. En ella nos reconocemos todos los seres humanos que atravesamos crisis, perdemos la salud, el empleo, las relaciones y hasta la fe. La cruz es un “punto de encuentro” universal, un agujero negro que engulle toda esperanza. La gran novedad de Jesús consiste en revelarnos que allí, precisamente allí donde nosotros no vemos sentido ni futuro, Dios abre un boquete de vida y esperanza.

Ayer me pasé seis horas pegado a la pantalla del ordenador en una interesante reunión Zoom (dividida en cuatro sesiones de hora y media cada una) sobre la que escribiré mañana. Hoy tengo programada otra más breve durante la tarde. El año de la pandemia ha sido una cadena de encuentros digitales. Me imagino que muchos lectores de este Rincón estaréis viviendo experiencias parecidas por motivos laborales o de otro tipo. Aunque estas reuniones virtuales nos mantienen conectados y achican la distancia que nos separa en tiempos de confinamiento, cada vez echo más de menos las conversaciones en las que, sentados frente a frente alrededor de una mesa, podamos compartir sin límite de tiempo nuestra aventura interior, no solo asuntos de trabajo o anécdotas familiares. Por desgracia, la pandemia ha hecho que no se prodiguen demasiado estos encuentro recreadores. 

Pero para eso necesitamos personas que sepan escuchar y colocarse en la misma onda en la que nosotros emitimos. ¿Quiénes son hoy los Felipes y Andrés a los que, con toda confianza, podemos decirles que “queremos ver a Jesús”?  ¿Quiénes son las personas con las que poder abrir de par en par nuestro corazón para exponer nuestras preguntas, dudas, incertidumbres y búsquedas? Me parece que sin mediaciones personales de calidad, resulta muy difícil emprender la aventura de la fe, encontrar al Jesús que sigue alzado en medio de nosotros. 




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