Mi condición de misionero sacerdote me ha puesto en contacto con situaciones en las que muchas personas vivían al límite o experimentaban un gran desgarro interior. Algunas de estas personas pertenecen al círculo de mis amigos y conocidos; otras se cruzaron en algún momento por mi camino y no las he vuelto a ver más.
Entre estas personas encontradas a lo largo de la vida, hay parejas que se han separado o divorciado al cabo de muchos años de matrimonio cuando uno de los cónyuges había empezado en secreto una nueva relación; parejas que, tras solo un año de convivencia, han decidido romper su vínculo por desavenencias insalvables (incluyendo las económicas); hombres que se han sentido engañados por sus mujeres y mujeres que han sido víctimas de violencia machista por parte de sus maridos; hijos que, tras la separación o el divorcio de sus padres, se han sentido perdidos o usados como moneda de cambio; adolescentes y jóvenes que fueron abusados sexualmente por personas que debían haberlos protegido; ancianos que son depositados en una residencia y nunca reciben la visita de sus familiares; una mujer que lleva más de treinta años cuidando con cariño a su esposo con una enfermedad degenerativa y está casi quemada; sacerdotes que, tras unos años de ministerio, decidieron dejar el sacerdocio y emprender una nueva vida; adultos que recuerdan traiciones vividas en su juventud y no están dispuestos a perdonar; hermanos que se guardan un odio eterno por problemas ligados al reparto de la herencia familiar; ancianos que viven solos, sin más compañía que un perro pequeño y el omnipresente televisor; transexuales que han sido rechazados por sus familias y se han visto obligados a ganarse la vida en la prostitución; jóvenes homosexuales que no se atreven a manifestar su orientación por temor a ser excluidos de sus familias; parejas de lesbianas que rompen trágicamente por una historia de celos; drogadictos instalados en la mentira permanente para sacar dinero con el que comprar la droga…
No todas las situaciones significan lo mismo ni tienen el mismo impacto, pero todas comparten un rasgo: producen heridas en las personas. La mayoría de los afectados consiguen rehacerse con el paso del tiempo y hasta exhiben sus “cicatrices” como señales de las guerras combatidas y vencidas. Algunos, sin embargo, siguen respirando por la herida abierta, aunque hayan pasado muchos años. Son agresivamente infelices y hacen infelices a quienes viven con ellos.
Contemplar la vida desde el lado de los “heridos” nos permite comprenderla mejor en toda su complejidad y verla como Dios la ve; es decir, con ojos compasivos. Quizá la primera lección que aprendemos es que no tiene mucho sentido trazar una frontera nítida entre los heridos y los sanos porque todos, en un grado u otro, tenemos nuestras heridas. El contacto estrecho con otros sufrientes pone al descubierto nuestra propia fragilidad e inconsistencia. No somos ni más fuertes ni más maduros que las personas que han querido compartir con nosotros sus sufrimientos. Es probable que, en circunstancias parecidas a las suyas, también nosotros hubiéramos sucumbido al peso del odio, el sexo, la droga, los celos, la traición, la soledad o la violencia. El dolor de los otros nos hace más humildes y nos ayuda a explorar rincones de nuestra personalidad que, de otro modo, permanecerían desconocidos.
La segunda lección es que resulta más fácil sentirse hermanos de todos en un hospital que en una fiesta VIP. El sufrimiento crea un mercado común de humanidad y nos acerca al grupo de los preferidos de Jesús. La unión a ras de tierra es más verdadera y sólida que la que se realiza en la cumbre. Quizá por eso el cristianismo primitivo se abrió paso entre los esclavos, los pobres y desheredados. San Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto, les decía: “Fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso” (1 Cor 1,26-27).
Tardamos tiempo en descubrir que donde están nuestras heridas, allí está también nuestra salvación. La Iglesia aplica a Jesús estas palabras del profeta Isaías: “Él soportó nuestros sufrimientos | y aguantó nuestros dolores; | nosotros lo estimamos leproso, | herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, | triturado por nuestros crímenes. | Nuestro castigo saludable cayó sobre él, | sus cicatrices nos curaron” (Is 53,4-5). Nunca acabaremos de entender el significado de estas palabras paradójicas, pero sabemos que son portadoras de sanación y consuelo. Jesús es el sanador herido, el salvador que ha compartido en todo nuestros sufrimientos.
Hay situaciones que requieren un acompañamiento médico o psicológico especializado para que no degeneren en fuertes crisis existenciales o incluso en una enfermedad grave. Pero no hay experiencia más sanadora que la de sabernos aceptados y queridos por Jesús tal y como somos, con nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Cuando sus heridas entran en contacto con las nuestras se produce una transfusión de vida del Sufriente a cada uno de nosotros. Sabernos queridos por Jesús nos libra de la tentación de refugiarnos en el papel de víctimas crónicas o de mirar a los demás por encima del hombro como si fuéramos siempre salvadores. Por otra parte, nos ayuda a no ser esclavos del perfeccionismo moral (dando siempre una imagen perfecta de nosotros mismos) o a no abandonarnos a un sentimiento de derrotismo (creyendo que no valemos para nada).
Las palabras de Jesús nos confirman que nunca somos rechazados como personas problemáticas o indeseables porque él ha venido a buscar lo que parecía perdido: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc 2,17). Pocas veces me he sentido más feliz como sacerdote que cuando, en nombre de Jesús, he podido perdonar a quienes ni siquiera se perdonaban a sí mismos. En algunos casos, la celebración ha acabado en un abrazo que simbolizaba el que Jesús nos da a cada uno de nosotros cuando creemos que nuestras heridas no tienen curación o que la vida se ha terminado ya para nosotros.
Es verdad que, en un grado u otro, todos somos “heridos de guerra”, pero es más verdad que somos “enfermos sanados” por la fuerza de la misericordia. Cuando el papa Francisco insiste en que la Iglesia de hoy debería ser un “hospital de campaña” en medio de nuestros pueblos y ciudades es porque sabe muy bien que hay muchas personas que necesitan con urgencia los primeros auxilios de la empatía, la comprensión y el perdón. Detrás de muchas sonrisas y gestos de cortesía, se esconden historias de soledad, exclusión, abusos y mentira. ¿Quién se hace cargo de ellas? ¿Quién puede mostrar con un abrazo que Dios no nos abandona si no ha experimentado en sí mismo el poder benéfico del perdón? En el fondo, todos somos “heridos sanados” y “sanadores heridos”. Por eso, podemos ser curados y curar al mismo tiempo. Todos.
Gracias Gonzalo... muchas de tus frases me han hecho detenerme, re-pensar, y contemplar. Gracias.
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