Hace unos diez años,
viajando en tren desde Osaka a Tokio, me leí de un tirón un librito que contaba
la historia de
Pablo
Miki y sus
25 compañeros
mártires, canonizados por Pío IX en 1862. Entre otras cosas, me llamó
la atención que uno de ellos se llamara
Gonzalo García. A pesar de llevar un nombre tan castellano,
en realidad era un
franciscano nacido en la India, hijo de un soldado portugués y una mujer indígena,
probablemente de Baçaim.
Es el primer indio canonizado en la Iglesia católica. Recuerdo
que cuando llegué a Tokio dejé olvidado el libro en el asiento del tren. Lo
sentí mucho porque había sido un regalo de la comunidad católica de Hirakata. El
claretiano que me recibió en la estación de Tokio hizo una interpretación más providencial.
Tal vez el libro, escrito en inglés, acabaría por casualidad en las manos de algún japonés que,
al leerlo, podría sentirse atraído por la figura de Jesús y por el cristianismo. Lo más probable es que los empleados del ferrocarril lo tiraran a la papelera, pero quizás se cumplió lo que vaticinaba mi compañero.
No sé si algún día resolveré la incógnita. Recuerdo esta anécdota porque
hoy
celebramos precisamente la memoria litúrgica de Pablo Miki y sus compañeros. En
realidad, la fecha del martirio fue el
5 de febrero de 1597, pero su celebración
se trasladó al 6 porque el 5 ya estaba ocupado por santa Águeda, una santa mártir
de larga traición.
¿Quién fue Pablo Miki? Fue el primer japonés
aceptado en una orden religiosa católica: la Compañía de Jesús. Nacido en el
seno de una familia acomodada y bautizado a los cinco años, Pablo Miki ingresó
después en un colegio de la Compañía de Jesús y fue novicio a los 22 años. Parece
que destacó en todo. Solo el latín se le
hizo cuesta arriba. Se trataba de una lengua demasiado alejada de su forma
nativa de hablar y pensar. En cambio, se convirtió en un experto en
religiosidad oriental, por lo que se le asignó la predicación, que implicaba el
diálogo con los budistas eruditos. Tuvo mucho éxito y obtuvo conversiones,
pero, según un franciscano español, más eficaces que las palabras eran sus
sentimientos afectuosos. El cristianismo había penetrado en Japón en 1549 de la
mano del jesuita navarro Francisco Javier, que permaneció allí dos años,
abriendo el camino a otros misioneros, que, en general, fueron bien recibidos
por el pueblo y las autoridades. En ese ambiente de tolerancia, Pablo Miki
vivió años activos y fructíferos, viajando continuamente por el país. Hacia
1590 los cristianos eran ya alrededor de 250.000. Entre 1582-84 se produjo la
primera visita a Roma de una delegación japonesa, autorizada por el Shogun Hideyoshi, y acogida con gusto por el papa
Gregorio XIII.
Pero fue el
propio Hideyoshi quien luego dio un giro a la política hacia los cristianos,
convirtiéndose en su perseguidor. Fueron varias las razones de este cambio. Por
una parte, temía que el cristianismo amenazara la unidad nacional, ya
debilitada por los señores feudales; por otra, se sentía ofendido por el
comportamiento ofensivo y amenazante de los marineros cristianos (españoles)
que habían llegado a Japón. A esto se añadieron las graves desavenencias entre los
misioneros de las distintas órdenes en suelo japonés. Esta combinación de factores condujo a despiadadas masacres de
cristianos en el siglo siguiente. Pero ya en la época de Hideyoshi, hubo una
primera persecución local, en la que participó Pablo Miki. Detenido en
diciembre de 1596 en Osaka, encontró en prisión a tres jesuitas y seis
misioneros franciscanos, junto con 17 terciarios japoneses de San Francisco.
Junto con todos ellos fue crucificado en una colina cerca de Nagasaki. Antes de
morir, dio su último sermón, invitando a todos a seguir la fe en Cristo; y ofreció su perdón a sus verdugos. Al ir al suplicio, repitió las palabras de Jesús en
la cruz: “In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum” (En tus manos,
Señor, encomiendo mi espíritu). Así es exactamente como las dijo, en ese
latín que había estudiado con tanta dificultad cuando era joven.
Pero, según un
cronista de la época, dijo algo más. Desde ese extraño púlpito que era la cruz
en la que fue clavado, “declaró en primer lugar a los circunstantes que era
japonés y jesuita, y que moría por anunciar el Evangelio, dando gracias a Dios
por haberle hecho beneficio tan inestimable”. Y añadió: “Al
llegar este momento no creerá ninguno de vosotros que me voy a apartar de la
verdad. Pues bien, os aseguro que no hay más camino de salvación que el de los
cristianos. Y como quiera que el cristianismo me enseña a perdonar a mis
enemigos y a cuantos me han ofendido, perdono sinceramente al rey y a los
causantes de mi muerte, y les pido que reciban el bautismo”.
Leídas estas palabras
en el contexto del siglo XXI adquieren un significado muy especial. Todavía hoy
en Japón (y en Oriente en general) el cristianismo se percibe como un “producto
occidental”. Que Pablo Miki confesara abiertamente su condición de japonés y de
jesuita significa que para ser discípulo de Jesús no es necesario renunciar a
la propia cultura, sino evangelizarla. Por otra parte, sin nada que perder,
subrayó la fe en Jesús como camino de salvación e invitó a los presentes a recibir el Bautismo.
No sé si hoy, en un contexto de pluralismo religioso y de gran tolerancia, tenemos
todavía la humildad y la audacia de anunciar a Jesús como “camino, verdad y
vida”. Los mártires (es decir, los testigos de la fe) nos señalan la dirección. Sin ellos, no hay credibilidad.
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