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viernes, 12 de febrero de 2021

La serpiente (post)moderna

Desde el lunes estamos leyendo el libro del Génesis en la primera lectura de la misa cotidiana. No sé por qué, pero este año de la pandemia lo estoy disfrutando y comprendiendo mejor. En realidad, las historias que se cuentan las aprendí de niño. ¿Quién de nosotros no recuerda el relato de la creación del mundo en siete días o las aventuras de Adán y Eva y de Caín y Abel? De niños solemos tener una visión ingenua de estos asuntos. Bien sea por la candidez de la edad o por una deficiente formación catequética, creemos en estos relatos al pie de la letra, como creemos en los Reyes Magos o en Caperucita y los siete enanitos. Nadie nos dice lo contrario. De adolescentes y jóvenes estudiamos en el colegio que el origen del mundo pudo haber tenido lugar hace unos 13.800 millones de años y que todo ha ido surgiendo a través de un larguísimo proceso evolutivo, no como fruto de un acto creador por parte de un Ser todopoderoso a lo largo de los famosos siete días bíblicos. 

Y aquí nace el conflicto entre fe y ciencia que la mayoría de las personas no logra nunca resolver. Su formación científica les va brindando explicaciones cada vez más amplias y fundadas, mientras que su formación cristiana se queda en los “cuentecitos” que aprendieron de niños. El choque, tarde o temprano, es inevitable. Solo unos pocos han tenido acceso a una buena formación bíblica. Hasta hace unas décadas, no era ni siquiera una prioridad entre los católicos. Ahora bien, si quienes la ofrecen se limitan a desmontar con autosuficiencia el andamiaje mitológico de los relatos bíblicos sin poner de relieve las claves existenciales y teológicas que subyacen, el resultado suele ser un rampante escepticismo que, lejos de ayudar en el proceso de crecimiento personal, lo detiene en una fase superficialmente crítica. En otras palabras, es peor el remedio que la enfermedad.

Por el contrario, cuando se nos concede la oportunidad de acercarnos a los textos bíblicos de los primeros capítulos del Génesis como mitos que abordan las grandes cuestiones del ser humano y descubrimos que, en su ropaje simbólico, nos están transmitiendo la Palabra de Dios (no solo una reflexión sapiencial más o menos aguda), entonces todo cambia. Uno puede leer el relato “litúrgico-sacerdotal” de la creación en siete días, por ejemplo, sin necesidad de caer en la trampa de una interpretación literal o sin buscar absurdas concordancias con las hipótesis científicas. La Biblia no nos describe cómo surgió el mundo o el ser humano en términos científicos, sino cómo debemos entendernos a nosotros mismos y cómo debemos relacionarnos con el mundo del que formamos parte, con los demás seres humanos y, sobre todo, con Dios, origen y fundamento de todo. 

Puestas las claves correctas, los relatos de los once primeros capítulos son fascinantes, no tienen desperdicio. Uno de mis sueños todavía no cumplidos es ofrecer un curso sobre lo que nos está pasando hoy a partir de las claves que nos ofrece el libro del Génesis. El fragmento que leemos hoy viernes (Gn 3,1-8) se refiere a la famosa historia de la serpiente. La tradición judía y cristiana ha visto en ese animal un símbolo del demonio, mientras que en las culturas mesopotámicas era, más bien, un símbolo de la fertilidad y de la salud. (De hecho, la serpiente sigue utilizándose incluso en nuestro tiempo como logotipo de las farmacias). Hoy sabemos que la serpiente es un recurso literario para expresar la voz de la propia conciencia, el desdoblamiento que todos experimentamos entre “lo que tenemos que hacer” (el deber) y “lo que nos apetecería hacer” (el placer). San Pablo lo expresó de otra forma magistral en el capítulo 7 de la carta a los Romanos. Hoy preferimos utilizar un lenguaje psicológico más que simbólico o teológico, pero estamos hablando de lo mismo.

Lo que la serpiente (la propia conciencia) le sugiere a Eva y, por su mediación, a Adán, es, en el fondo, que no acepten su condición de criaturas, que se rebelen contra Dios, que no proyecten en él (por usar la expresión de Feuerbach) lo que pueden y deben aplicarse a sí mismos (o sea, el programa cultural de la modernidad atea). 

Más en concreto, les propone adjudicarse tres prerrogativas divinas: la inmortalidad (“No, no moriréis”), la omnisciencia (“Se os abrirán los ojos”) y la omnipotencia (“Seréis como dioses”). 

¿No son estas algunas de las tentaciones en las que ha caído nuestra cultura moderna y postmoderna desde hace al menos un par de siglos? Queremos ser dueños de nuestro destino, de la vida y de la muerte. Cada cierto tiempo, se anuncia que algún científico está ensayando el elixir de la inmortalidad. Queremos saberlo todo, no con la curiosidad humilde del sabio o con la audacia del librepensador, sino con la arrogancia de quien cree se las sabe todas y, tarde o temprano, va a conquistar el universo. Queremos dominar las fuerzas de la naturaleza y hacer del ser humano un superhombre, aunque luego descubramos que un simple virus puede paralizar el mundo y encerrarnos a todos en casa durante un tiempo. Estas tentaciones revisten diversas modalidades según las épocas, pero son recurrentes. Forman parte de nuestro ADN colectivo. Son, si se quiere, una incitación permanente al “pecado original” que nos acompaña a los seres humanos desde que nacemos y que, a juicio de un conocido psiquiatra ateo, es la única doctrina de la dogmática católica que resulta empíricamente verificable. 

El libro del Génesis no carga las tintas contra nuestra responsabilidad en la toma de decisiones equivocadas. No es necesario. Se limita a describir las consecuencias que se siguen de nuestras actitudes autosuficientes y arrogantes: “Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, Adán y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín” (Gn 3,7-8). Por muy omnipotentes que nos creamos, cuando no aceptamos con gratitud y humildad nuestra dependencia de Dios, nos vemos desnudos (es decir, no sabemos quiénes somos), sentimos vergüenza unos de otros (las relaciones humanas quedan alteradas) y nos escondemos de Dios (ya no lo percibimos como padre bueno, sino como controlador asfixiante). 

¿Es necesario añadir mucho más para comprender lo que nos está pasando hoy? ¿Todavía hay alguien que diga que los relatos del Génesis son historietas para niños que ninguna persona sensata puede tomar en serio? Tal vez la pandemia nos ayude a entrar un poco en razón



 

1 comentario:

  1. Simplemente...!impresionante! Me ha gustado mucho Gonzalo,nunca he podido comprender el Génesis de esta manera tan sencilla y tan propia y actualizada a los tiempos que vivimos.Gracias por explicarlo tan claro, una vez más el Señor nos habla tan claro.

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