Ayer, en su discurso
al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, el papa Francisco habló de
la crisis de relaciones en este tiempo de prueba: “La pandemia, que nos ha
obligado a largos meses de aislamiento y muchas veces de soledad, ha hecho
emerger la necesidad de relaciones humanas que tiene cada persona”. Hablando
de los niños y adolescentes que durante mucho tiempo no han podido acudir a clase,
añadió: “El aumento de la didáctica a distancia también ha llevado a una
mayor dependencia de los niños y adolescentes de internet y de las formas de
comunicación virtual en general, haciéndolos aún más vulnerables y
sobreexpuestos a las actividades cibercriminales. Asistimos a una especie de
“catástrofe educativa”. Quisiera repetirlo: Asistimos a una especie de
“catástrofe educativa”, ante la que no podemos permanecer inertes, por el bien
de las generaciones futuras y de la sociedad en su conjunto”. Son palabras
fuertes que me han hecho pensar.
¿Qué consecuencias tendrá esta “catástrofe educativa”
si no sabemos gestionarla con determinación? Es pronto para saberlo. Más allá
de la ruptura de relaciones en el campo académico, en este tiempo nos vemos expuestos a dos
fenómenos que parecen contradictorios: por una parte, estamos más cerca y
durante más tiempo de aquellos que forman parte de nuestros núcleos familiares
o comunitarios, los llamados “convivientes”; por otra, estamos muy alejados de
las personas que forman parte de nuestra red de amigos, socios y colaboradores.
El mucho tiempo
pasado en casa ha favorecido las relaciones familiares. Padres e hijos están
teniendo más tiempo para hablar, conocerse y divertirse juntos. Y algo parecido
se está produciendo en las comunidades religiosas o de otro tipo. Pero a veces
el “exceso” de convivencia también produce cansancio y fricciones. A menudo,
saca a la superficie rencillas y envidias que permanecían soterradas. No es
extraño que en este tiempo hayan aumentado las agresiones intrafamiliares e
incluso las separaciones y divorcios. El amor es siempre una justa combinación de
cercanía y distancia. Cuando la cercanía abarca toda la jornada puede llegar a
ser asfixiante. Uno ya no sabe qué decir o cómo reaccionar. El mundo doméstico
se le hace demasiado pequeño.
Se puede dar la paradoja de estar siempre rodeados
de personas queridas y, al mismo tiempo, sentirnos solos. El hecho de pasar
mucho tiempo juntos no significa que nos queramos más, aunque el viejo refrán dice
que “el roce hace el cariño”. Es necesario aprovechar este tiempo para expresar
sentimientos que tal vez damos por descontados, pero que pocas veces explicitamos.
Podemos encontrar momentos oportunos para decirles a las personas con quienes convivimos
que las queremos, que son importantes en nuestra vida.
La pandemia nos
ha obligado también a practicar el “distanciamiento social” con quienes no son
convivientes. Es probable que hayamos
tenido que cancelar viajes de trabajo, encuentros con amigos, celebraciones
familiares, etc. Al principio, para suplir la falta de contacto físico, pusimos
en marcha una explosión digital: llamadas de teléfono, mensajes por las redes sociales,
videoconferencias, etc. Tengo la impresión de que ahora, al cabo de casi un
año, nos hemos ido cansando de estos encuentros que permiten achicar las
distancias, pero que −no sé bien por qué− producen cansancio y la
sensación de que “sí, pero no”. A medida que pasan los meses, me convenzo más de
que ningún medio técnico puede sustituir un encuentro en el que hay contacto
físico, lenguaje verbal y no verbal, etc. Bien lo entendió san Juan de la Cruz
cuando en una de las estrofas de su Cántico espiritual pone palabras a
esta necesidad de presencia: “Descubre tu presencia, / y máteme tu vista y
hermosura; / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la
presencia y la figura”.
Si la dolencia de amor solo se cura “con la
presencia y la figura”, no nos extrañemos de que los encuentros virtuales,
aunque prácticos y aun necesarios, dejen en nosotros un poso de insatisfacción.
Hay muchas razones antropológicas (y aun teológicas) que avalan esta necesidad
de estar presentes los unos a los otros. Espero que la pandemia no acabe
borrando esta necesidad hasta el punto de volvernos torpes en el manejo de la
gramática afectiva. Todavía seguimos necesitando que alguien nos diga que nos quiere
(como somos) y que nosotros podamos decir que queremos a las personas (como
son).
Estoy de acuerdo contigo. Diria tambien que la presencia es como la experiencia de sentir el sol calentando la vida, despues de pasar un crudo invierno, donde el calentador, los abrigos y todo aquello que utilizamos para darnos calor, pero no calientan el corazon, ni descongelan las profundidades del alma. gracias
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