Con la fiesta
de la conversión de san Pablo se termina cada año la Semana de
Oración por la Unidad. Ya sabemos que Pablo
no se cayó del caballo. El encuentro repentino con Cristo lo llevó a
dos aperturas: de la fe judía a la fe en el Resucitado, de la sinagoga judía a
la iglesia de los gentiles. No es fácil cambiar de mentalidad cuando uno tiene
la vida asegurada. Por eso, los cambios empiezan casi siempre con una crisis. Algo
sacude los cimientos sobre los que nos asentamos. Sentimos miedo.
Nos aferramos a lo que tenemos. Si las ruinas son grandes, llega un momento en
que preferimos demoler lo que queda y empezar una nueva construcción, tal vez
aprovechando algunos materiales de la antigua. Algo de esto estamos viviendo en
este tiempo de pandemia. Al principio, cuando todos nos sentimos sobrecogidos
por la multiplicación de contagios y de muerte, enseguida surgieron voces que
nos invitaban a aprovechar esta crisis como una oportunidad para cambiar. En
este Rincón me hice eco de la perspectiva
judía representada por el rabino Manis Friedman. Otros muchos −entre
ellos el papa Francisco− nos ayudaron a ver en la pandemia la posibilidad de
corregir el rumbo de la humanidad, de pasar de la lógica de la explotación y
del consumo a la del cuidado y el desarrollo sostenible.
Han pasado diez
meses. Al temor inicial le sucedió el cansancio y luego la rabia. Es verdad que
se han ido produciendo algunos cambios en nuestras rutinas personales y colectivas,
pero no sé si a esto se le puede llamar una conversión. No creo que hayamos
cambiado de mentalidad. En el curso online que he dirigido el pasado fin de
semana hemos reflexionado sobre este asunto. Aunque la mayoría de los inscritos
eran de España (al fin y al cabo, el curso lo organizaba el ITVR de Madrid),
tuvimos participantes de Brasil, Camerún y hasta de la lejanísima Australia.
Disfruté con la experiencia. La plataforma Zoom no nos dio ningún
problema. Pudimos crear cinco salas para el diálogo por grupos, que combinamos
con la exposición por mi parte y el foro abierto a todos. Me parece evidente
que en este terreno no vamos a retroceder. Hemos visto las enormes
posibilidades que nos brinda la tecnología. ¿Quién nos iba a decir hace unos
pocos años que podríamos realizar un curso con gente de diversos países sin
movernos de nuestra casa? La pregunta que me hago es: ¿Bastan algunos cambios (por
llamativos que sean) en la manera de trabajar, comunicarnos o divertirnos para asegurar de
que nos hemos convertido? El rabino judío Manis Firedman esperaba que la
pandemia fuera la oportunidad de corregir el rumbo de la humanidad. El escritor
francés Michel Houellebecq, por el contrario, sostenía que seguiremos viviendo
en el mismo mundo de antes, pero
un poco peor.
¿Por qué es tan difícil
la conversión? La respuesta más obvia es porque hay en juego enormes intereses.
Quienes antes vivían en una posición de dominio y de bienestar no sienten
ninguna necesidad de cambio. Más aún, temen cualquier alteración del orden
establecido. Pero creo que hay una razón más profunda. Para que se dé un cambio
verdaderamente transformador no es suficiente con la indignación o la rabia. Se
requiere una fuerte experiencia de descubrimiento de una nueva realidad, de encuentro
con algo (o alguien) que nos fascine de tal modo que “no tengamos más remedio”
que ponernos en camino. La pandemia nos ha hecho más sensibles a lo que no nos
gusta de nuestro mundo, pero no veo que nos haya proporcionado una experiencia
de seducción y de sueño de futuro. No nos gusta un planeta contaminado, un
mundo basado en la injusticia estructural, un ritmo de vida acelerado y
estresante, una banalización de las relaciones interpersonales, un abandono de
los ancianos y las personas vulnerables… Suele haber un alto grado de acuerdo
en torno a lo que funciona mal.
¿Cuál es la alternativa? ¿Qué tipo de mundo se está
gestando en estos meses de incertidumbre? No lo sabemos. Puede ser mejor (en el
sentido, de más ecológico, más justo y fraterno, más solidario e interconectado) o puede ser
peor (es decir, más contaminante, injusto y violento). Para los cristianos,
esta especie de “noviciado mundial” que estamos viviendo podría ser la
oportunidad −largamente demorada− de tomar en serio la fe
en Dios con todas sus consecuencias prácticas. Quien experimenta que Dios Padre
es el fundamento de su vida, no puede por menos que preocuparse por todos sus
hermanos y por esta “casa común” que es el planeta Tierra. El sueño es contundente. El horizonte es claro. Pero se trata de una muy difícil conversión.
Gálatas 1,13-17
Porque habéis oído hablar de mi pasada conducta en el judaísmo: con qué
saña perseguía a la Iglesia de Dios y la asolaba, y aventajaba en el judaísmo
a muchos de mi edad y de mi raza como defensor muy celoso de las tradiciones
de mis antepasados. Pero, cuando aquel que me escogió desde el seno de mi
madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí para que lo
anunciara entre los gentiles, no consulté con hombres ni subí a Jerusalén a
ver a los apóstoles anteriores a mí, sino que, enseguida, me fui a Arabia, y
volví a Damasco.
[Ayer fue san Francisco de Sales. Al ser domingo, no se celebró litúrgicamente su memoria. De todos modos, yo no quiero olvidarme de un santo que me cae muy bien. Además, es el patrono de periodistas, reporteros y escritos. Este humilde Rincón participa algo de estas realidades].
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