Si este año el 17
de enero no hubiera caído en domingo, hoy estaríamos celebrando la fiesta de san Antonio Abad, uno
de los santos más populares del calendario cristiano. Pero, en realidad,
celebramos el II
Domingo del Tiempo Ordinario. He escrito ya varias veces sobre el fragmento del Evangelio de Juan (Jn 1,35-42) que se lee en la misa de hoy. En él se narra el encuentro de
algunos discípulos con Jesús hacia las
cuatro de la tarde. Es un relato de vocación muy distinto a los que cuentan los otros evangelistas. No se produce junto al lago de Galilea, sino a orillas del Jordán, donde predicaba y bautizaba Juan el Bautista. A mí siempre me ha fascinado. De principio a fin
está lleno de alusiones simbólicas. Como siempre, es muy difícil separar la
base histórica de la interpretación teológica. Yo diría que no hay historia sin
teología y no hay teología sin historia.
En otras ocasiones, he puesto el
acento en la pregunta de Jesús: ¿Qué
buscáis? Y también en la pregunta de los discípulos: ¿Dónde
vives? Me parecía que ambas preguntas formaban parte de ese diálogo
misterioso que los seres humanos establecemos en la vida con el Misterio que nos seduce y nos sobrecoge. Siempre nos vemos entre una búsqueda
y un hallazgo, una pregunta y una respuesta. Al final, la tensión no se resuelve
con una contestación redonda, sino con la invitación a experimentar un nuevo tipo
de vida: Venid y lo veréis. Por eso, no me extraña que este pasaje se utilice
tanto en programas de pastoral juvenil y vocacional. Muchos de ellos se llaman precisamente
así: “Venid
y lo veréis” (come and see). La fe en Jesús es, sobre todo,
una experiencia de amistad con él, no el resultado de un hallazgo científico o de un razonamiento lógico.
Esta vez, sin
embargo, me he fijado en un atractivo e interpelante juego de miradas, que no
tiene que envidiar nada al famoso “juego de tronos”. En el Evangelio
de hoy, por dos veces se utiliza la expresión “fijando la mirada en
él”, aunque en la versión litúrgica, la primera vez se traduce por “fijándose
en” y la segunda por “se le quedó mirando”. En el primer caso, el
que mira es Juan el Bautista. El objeto de la mirada es Jesús. La mirada va
acompañada por una declaración de nueva identidad: “Éste es el Cordero de
Dios”. No se trata solo de presentar a su pariente Jesús de Nazaret
llamándolo por su nombre ordinario, sino de revelar su verdadera y nueva misión:
ser el Cordero que, sacrificándose, borrará el pecado del mundo.
En el
segundo caso, quien mira es Jesús mismo. Se fija en Simón de Betsaida.
También ahora la mirada va seguida por una declaración que indica la nueva
misión: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se
traduce Pedro)”. Cuando a alguien se le encomienda una nueva misión, se le
cambia el nombre. El binomio Jesús-Simón se convierte en el binomio
Cordero-Piedra. Somos lo que estamos llamados a ser. El primero dará su
vida como Cordero inmolado. El segundo será piedra sobre la que
se construirá la comunidad de Jesús. Todo ha comenzado con un intercambio de
miradas.
Hace años,
muchas personas tenían miedo de la mirada de Dios. Desde niños se habían acostumbrado a verlo
representado como un ojo inmenso enmarcado por un triángulo. Todavía se ve en muchos
retablos antiguos de nuestras iglesias. En algunos ambientes catequéticos y devocionales,
el dibujo se acompañaba de una coplilla que tenía el sano propósito de invitar a
la conversión, pero que contribuyó a difundir una imagen temible de Dios
asociada a la muerte: “Mira que te mira Dios, / mira que te está mirando. /
Mira que vas a morir, / mira que no sabes cuándo”. En el Evangelio de hoy
no nos encontramos con esta mirada inquisidora, sino con una mirada que abre un
nuevo futuro. En realidad, cuando repasamos las miradas de Jesús,
descubrimos siempre un hontanar de misericordia.
Basta recordar la mirada
al joven rico: “Jesús lo miró fijamente con cariño” (Mc 10,21). O la
mirada a Zaqueo: “Cuando Jesús llegó a aquel lugar, levantó los ojos y
le dijo” (Lc 19,5). Misteriosa, pero llena de comprensión, debió de ser la
mirada a Pedro en el patio de la casa del sumo sacerdote: “Entonces el
Señor se volvió y miró a Pedro” (Lc 22,61). Y también la que tuvo que
dirigirle a Judas en el huerto de Getsemaní, acompañada por una
expresión que no es de reproche ni de condena: “Amigo, haz lo que has venido
a hacer” (Mt 26,50). Me pregunto cómo experimentamos cada uno de nosotros
la mirada de Jesús. ¿La acogemos con amor? ¿La esquivamos porque desnuda
nuestra mezquindad? Quizá no hay señal más profunda de amistad que dejarse
mirar/amar por las personas que nos quieren de verdad. Necesitamos dejarnos mirar por Jesús para experimentar que nadie nos ama como él.
En una primera lectura se me ha destacado: “Necesitamos dejarnos mirar por Jesús para experimentar que nadie nos ama como él… “
ResponderEliminarMi primera respuesta era: y ¿cómo imaginar la mirada de Jesús hacia cada uno de nosotros? Después de leer toda la entrada y acercarme también al enlace de las miradas, se me hace más fácil vivir las “miradas de Jesús” en mi… Puedo deducirlas al ir repasando los momentos más importantes de mi vida, analizando lo que ha ocurrido y darme cuenta de cómo me debió mirar Jesús, en cada uno de los momentos importantes de mi vida. Una ayuda para ello ha sido ir comparando con las miradas a los personajes que citas.
En la vida hay momentos para todo, momentos para aceptarla y otros para esquivarla, a pesar de que sabemos que no podemos “escondernos”.
Muy buena reflexión también la de Armellini.
Gracias Gonzalo por una entrada tan rica y profunda.
Gracias por esta reflexion, que me ha hecho tanto bien....
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