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miércoles, 27 de enero de 2021

Brócoli, berenjena y pasta

Nos pusimos en camino pasadas las 2,30 de la tarde. Lucía un sol radiante tras varios días de lluvia y frío. Hacia las 3, guiados por el GPS del coche, llegamos a la casa que las Misioneras de san Antonio María Claret (no confundir con las Misioneras Claretianas) tienen en el noroeste de Roma, a unos 11 kilómetros de nuestra Curia General. Es una villetta rodeada de un hermoso jardín en el que hay también gallinas y patos. La intrigante historia de la casa merecería una entrada aparte. Tras los saludos de rigor, enseguida nos pusimos manos a la obra. Guantes de látex, mascarilla quirúrgica y un buen cuchillo. Delante teníamos varias cajas de berenjenas y brócoli donadas por un frutero musulmán de la zona. Otro compañero claretiano, tres hermanas claretianas, cuatro mujeres voluntarias, un hombre del barrio que hacía las veces de capitán y yo empezamos a trocear las verduras. Completamos varias ollas gigantes. Cuando las verduras estuvieron bien cocidas, fuimos rellenando casi 200 contenedores de aluminio a base de brócoli, dejando libre la mitad para añadir posteriormente los macarrones mezclados con las berenjenas. Otros días se incluye también carne de pollo u otros productos. 

La cadena de montaje funcionó a la perfección. Varios del grupo, armados con un cazo o con cucharones, iban haciendo las tareas de relleno. Otros, entre los que me encontraba yo, colocábamos una tapa de cartón recubierta de papel de aluminio y cerrábamos el contenedor con unas lengüetas que se doblaban hacia dentro. Un poco antes de las 6,30 teníamos listas las casi 200 raciones. Después fuimos colocando los pequeños contenedores en unas grandes bolsas isotérmicas y los introdujimos en el coche de las hermanas. Yo las seguía pegando nuestro coche al suyo para no perdernos por las intrincadas calles de Roma. Solo quedaba sortear el tráfico romano, que a esa de la tarde era muy intenso, para llegar a un edificio llamado Palazzo Migliori, que el papa Francisco ha destinado a la acogida de los sin techo que merodean por el entorno del Vaticano. ¡Menos mal que el inmueble se ha librado de la especulación inmobiliaria y se ha destinado a un fin social!

Entregamos las casi 200 raciones de cena caliente a los voluntarios laicos de la comunidad de Sant’Egidio que son los encargados de distribuirlas entre los indigentes que acuden a la casa y los que duermen en las calles adyacentes. Antes de regresar a mi comunidad por el Lungotevere al filo de las 7,30, visitamos a una persona que vive sentada, siempre sentada, junto a una de las columnas exteriores de la plaza de san Pedro. Es un varón que debe rondar los 40 años. Solo hablaba inglés. Charlamos un rato con él. Le regalamos un saco de dormir y le explicamos lo que puede hacer para recibir comida y otros bienes de primera necesidad. Cuando llegué a mi comunidad era la hora de la oración de la tarde. Dejé que los salmos de vísperas pusieran la banda sonora a una tarde diferente, fuera de la cabaña en la que se ha convertido mi casa en este tiempo de pandemia. 

Una vez por semana (a veces dos) se repite el mismo rito. Nos vamos turnando. Es un proyecto conjunto entre las Misioneras de san Antonio María Claret, la comunidad romana de Sant’Egidio, nuestra curia general y algunos laicos voluntarios. Nos hemos comprometido a proveer de cena caliente a unas 200/300 personas. Contamos con la colaboración de varios comerciantes (que proporcionan algunos alimentos que, de otra manera, tendrían que retirar del mercado) y de algunos voluntarios del barrio. Nosotros (las dos congregaciones de la Familia Claretiana) ponemos el lugar y los utensilios para preparar la cena, el trabajo y el dinero para comprar los alimentos que faltan, los envases de aluminio, etc. Es una hermosa experiencia de misión compartida que ayuda a sobrellevar mejor las consecuencias de la pandemia. Desde que empezó hace diez meses, ha aumentado el número de personas sin hogar que malviven por las calles de Roma, sobre todo en torno al Vaticano, la estación Termini y otras estaciones de tren y de metro.

Esta iniciativa, que se va ampliando semana tras semana, es una pequeña gota en el océano de la solidaridad. Conozco otros muchos proyectos llevados a cabo por parroquias, colegios, grupos de Caritas, congregaciones religiosas, instituciones de diverso tipo (por ejemplo, algunos restaurantes, supermercados, asociaciones de vecinos y clubes deportivos) y particulares. La pandemia nos ha hecho redescubrir un principio universal: o nos salvamos todos o no se puede hablar de verdadera salvación. Ya sé que estas ayudas no son una respuesta estratégica y definitiva al problema de la pobreza y la exclusión, pero contribuyen a que los pobres no sean reducidos a cifras estadísticas, sino que tengan la posibilidad de entrar en contacto directo con personas que se interesan por ellos, los escuchan con calma, les hablan de tú a tú y tratan de ayudarlos en aquellas necesidades que ellos mismos consideran prioritarias. 

He estado dudando acerca de la conveniencia de contar estas cosas en el Rincón. Tengo siempre muy presentes las palabras de Jesús: “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mt 6,3). Si me he decidido a hacerlo es por dos razones. La primera es la gratitud hacia las muchas personas anónimas que se involucran en proyectos de este tipo. En el caso del nuestro, algunas provienen de barrios muy populares y están en paro. En este Rincón he escrito sobre otras experiencias que he conocido de primera mano, desde lo que hacen mis hermanos claretianos en el Sadhana Renewal Centre de la India hasta el proyecto Callejeando de Bahía Blanca, Argentina. La mayoría de las personas involucradas son voluntarios de todas las edades que dedican unas horas a la semana a meterse en la piel de quienes sufren en sus carnes las consecuencias de vivir en el margen. Merecen mi admiración y mi reconocimiento. 

La segunda es la invitación a multiplicar en cada lugar iniciativas semejantes, de modo que nadie se quede sin satisfacer sus necesidades básicas y, sobre todo, sin el bálsamo de la atención y de la escucha. Puede que el virus vaya erosionando nuestra paciencia, pero de ninguna manera puede minar la solidaridad. El papa Francisco nos ha recordado hace unos meses que somos fratelli tutti (todos hermanos). Saquemos las consecuencias. 

El papa Francisco en el palazzo Migliori con algunas personas sin hogar.



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