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sábado, 21 de noviembre de 2020

El bien común

Bill Gates dice que en la etapa post-Covid viajaremos menos, trabajaremos más en casa y disminuiremos nuestras relaciones sociales. No estoy seguro de que me guste el estilo de vida que viene. Estoy experimentado ya sus límites, aunque reconozco algunas ventajas. Quizás contaminaremos menos y dispondremos de más tiempo para nosotros. Me temo, sin embargo, que, si ya estábamos enfermos de individualismo, el paso siguiente puede ser un solipsismo suicida. Mientras nos vamos preparando para esa etapa, que no sabemos cuándo llegará ni qué rasgos tendrá, en mi país aprueban, con celeridad, pandemitis y arrogancia, la octava ley de educación del tiempo de la democracia (una media de una cada cinco años). No durará mucho. Como no sabemos ponernos de acuerdo para hacer una ley de calidad que sea fruto del consenso, el próximo gobierno se encargará de cambiarla. Me temo que el resultado serán generaciones un poco erráticas que tendrán que salir a flote “a pesar de” la educación recibida y no como fruto de ella. 

Me adherí digitalmente a un manifiesto contra la llamada ley Celaá, pero me parece que ha servido de poco. ¿Tan difícil es escuchar las demandas de la sociedad, imaginar metas a largo plazo y consensuar el camino? ¿Tan difícil es encontrar un espacio común entre el estatalismo propugnado por la extrema izquierda (que tiende a confundir lo público con lo estatal, la patria con el estado) y el liberalismo extremo propugnado por cierta derecha (que tiende a confundir la libertad individual con el dominio del más privilegiado)? ¿No hemos tenido suficiente con las experiencias pasadas? Me parece que a la Iglesia no le toca echarse en manos de ninguno de los extremos (ni siquiera de aquellos que dicen defenderla), sino abogar por un proceso de discernimiento colectivo que vaya más allá de los prejuicios y proceda de la manera más objetiva posible. Se ha avanzado mucho en las ciencias de la educación como para hacer prevalecer los intereses políticos por encima de los criterios pedagógicos.

Confieso que estas cosas me indignan, pero no lo suficiente como para hacerme perder la confianza en que, precisamente a través de la educación, es posible preparar generaciones más ecuánimes, dialogantes y con un sentido más desarrollado del bien común. Me duele que, en un país como España, que cuenta con personas valiosas en las diversas áreas del conocimiento, se aprueben leyes basadas solo en la aritmética parlamentaria. Es el mejor modo de crispar los ánimos, asegurar su corta vigencia y estimular la preparación de una nueva ley que correrá una suerte parecida. ¿Quiénes pagan el precio de tantos disparates? Ciertamente, la comunidad educativa (alumnos, padres, profesores, personal auxiliar), pero también toda la sociedad porque, en vez de contar con una escuela que prepara ciudadanos libres y responsables, corre el riesgo de encontrarse con jóvenes erráticos, manipulables, irresponsables y polarizados. 

Es probable que esté cargando un poco las tintas, pero conozco algo cómo funcionan las técnicas “gramscistas” (de Antonio Gramsci -1891-1937-, teórico marxista) de ingeniería social. Me parece que Unidas Podemos y un sector del PSOE no andan muy lejos, aunque no sé si todos han leído al filósofo y sociólogo italiano. Una de las críticas que desde estos sectores se dirige a las escuelas de la Iglesia (concertadas o no) es que, en vez de fomentar el pensamiento crítico, promueven el “adoctrinamiento cristiano”. Suena a prejuicio decimonónico. Si así fuera, no se entendería que, por desgracia, muchos de los estudiantes de las escuelas católicas (incluyendo algunos líderes políticos actuales que en su día las frecuentaron) se conducen bastante al margen de los valores y normas de la Iglesia en su vida personal. Yo, que en mis tiempos infantiles y juveniles, fui alumno de escuelas públicas y privadas, puedo decir que, si algo aprendí (más en las segundas que en las primeras), fue precisamente a ser crítico, a pensar por mí mismo, lo cual no está reñido con el conocimiento del Evangelio y de la doctrina de la Iglesia. 

Me he preguntado muchas veces cuál es el origen del odio cainita hacia el otro y el diverso. ¿Surge de un resentimiento de clase? ¿Tiene que ver con la envidia? ¿Es fruto de una educación que no estimula el pensamiento crítico, sino que fomenta el sentido tribal? ¿Por qué nos resulta tan difícil respetar las diversas maneras de ver el mundo? ¿Por qué, en vez de sentarnos juntos en la mesa del diálogo para encontrar respuestas comunes a los problemas comunes, desperdiciamos tanto tiempo en enfrentamientos inútiles? No lo sé, por más vueltas que doy al asunto. Ya sé que hay razones históricas que explican el presente, pero no me parecen una explicación satisfactoria. Mucho me temo que siglos de cristiandad hayan inoculado en el subconsciente colectivo la idea de que la verdad es una y no se puede transigir. Quienes reaccionan contra este absolutismo mental acaban reproduciendo su misma lógica. Dos absolutismos enfrentados no pueden llegar a ningún consenso. 

Si algo puede hacer la Iglesia para contribuir a crear un nuevo clima intelectual y social es vivir con mayor intensidad su fe en el Espíritu Santo. Puede parecer que esta respuesta es como una carta que me saco de la manga, pero cada vez creo más en ella. La verdad de Dios no es un conjunto de creencias perfectamente codificadas que se pueden utilizar como arma arrojadiza contra quienes no las aceptan. La verdad de Dios es Jesús. Es una verdad amorosa que, con la energía del Espíritu Santo, va desplegando su fuerza transformadora a lo largo de la historia. Solo desde esta perspectiva podemos caer en la cuenta de que el Espíritu siembra semillas de verdad, bondad y belleza en todos los seres humanos. El verdadero creyente es aquel que se abre a estas semillas y que busca puntos de convergencia con todos porque cree que el origen y la meta de la verdad es Dios mismo. Ser fiel a las propias convicciones no significa despreciar las de los demás y querer imponer las propias, sino sentirse estimulados a ir siempre más allá y creer en la fuerza magnética de la Verdad que nos atrae a todos. Solo desde una visión parecida a esta es posible tener actitudes de humildad, respeto, apertura, tolerancia y búsqueda conjunta del bien común.

2 comentarios:

  1. Magnífica reflexión y consejo. ¡¡Qué pena que tantos estén alejados de lo que de verdad es dialogar y contrastar con respeto a lo que piensa el otro!!. Y luego llevarlo a la práctica sabiendo ceder en todo aquello que no sea la VERDAD.
    gracias

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