La actitud que tomemos ante este asunto determina nuestras opciones y nuestro
estilo de vida. Quienes no creen en la propuesta cristiana (más aún, quienes la
aborrecen) no hacen sino difundir el “virus separatista” por todos los medios
posibles, en una especie de ecumenismo de la violencia. Quienes creemos que la
propuesta de Jesús va en otra dirección debemos abrir los ojos para no dejarnos
seducir y atrapar por esta lógica perversa y, sobre todo, para afrontar los
problemas en su raíz. Nos oprimimos unos a otros (y seguiremos
haciéndolo indefinidamente) mientras no descubramos que todos somos hijos e hijas
del mismo Padre y, por lo tanto, hermanos y hermanas que tienen que aprender a
vivir en libertad, justicia y paz. Algunos empujan las armas para eliminar a
los sobrantes. Otros - empezando por Jesús - entregan su vida para que todos
vivan. Ahí reside la diferencia.
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martes, 13 de octubre de 2020
El virus separatista
No voy a escribir
sobre los deseos de una parte del pueblo catalán de independizarse de España o
sobre otros fenómenos parecidos de rabiosa actualidad. Hace tiempo que decidí no tratar asuntos de alto voltaje emocional. Creo haber cumplido mi palabra. Por “virus
separatista” entiendo un fenómeno más amplio y transversal: la tendencia enfermiza a enfrentar a los seres humanos y a separar lo que está unido. Me
parece que esta es una vieja tentación humana y también un residuo del marxismo y del comunismo. Es, en el fondo, un fenómeno dia-bólico, en el sentido etimológico de la palabra. Igual que muchos valores
humanistas son, en realidad, valores cristianos secularizados (pensemos, por
ejemplo, en la tríada “libertad, igualdad y fraternidad”), hay muchos
movimientos actuales que me parecen deudores del concepto marxista de “lucha de clases”, aunque ignoren su filiación. Es verdad que oficialmente solo quedan cinco países comunistas en el
mundo (China, Corea del Norte, Cuba, Laos y Vietnam), pero, en realidad, algunas
de sus teorías se han reciclado y diluido en múltiples campañas reivindicativas por todo el mundo. Me parece que la más actual y peligrosa es la
que concibe el progreso de la humanidad como “lucha de clases”. Cuando esta categoría se convierte en la única clave para interpretar la historia, la guerra está servida. En su fascinación esconde su veneno.
Ayer era
el proletariado contra la burguesía opresora. Hoy son las mujeres feministas contra los
varones machistas, los homosexuales combativos contra los heterosexuales homofóbicos, los
pueblos originarios contra los colonizadores, los ecologistas contra los
contaminadores, la Iglesia de base contra la jerarquía, los negros oprimidos contra
los blancos racistas (“Black lives matter”), los guerrilleros masacrados contra
el estado opresor, etc. Lo esencial de esta dinámica es etiquetar sin matices a las víctimas y a
los victimarios. Hay que precisar bien quiénes son “ellos” (el Estado, los ricos,
el capitalismo, la jerarquía eclesial, etc.,) y quiénes somos “nosotros” (los oprimidos, silenciados, vejados, explotados, etc.). No hay neutralidad posible ni verdaderos puntos de conversión y encuentro. O estás con los unos o estás con los otros. Una vez
establecidas con nitidez ambas categorías, la lucha se convierte en mecanismo
obligado para lograr la ansiada liberación. No hay ningún problema en cargar
contra “ellos” (incluso recurriendo a la violencia) porque la liberación del “nosotros”
justifica cualquier medio. Frente a su violencia “estructural”, la violencia “armada”
es cosa de poca monta, un paso imprescindible en la lucha por la verdad y la justicia.
Que hay muchas injusticias
en nuestro mundo es evidente. Que no podemos permanecer indiferentes ante el
hambre, la trata de personas, las discriminaciones de todo tipo, la degradación
ecológica, la industria armamentística, el oligopolio de las grandes
corporaciones, etc. es una exigencia de lesa humanidad. La diferencia estriba
en el “cómo”. La propuesta cristiana difiere diametralmente de la propuesta
comunista, hoy presente de múltiples maneras en la dinámica conflictual que se
quiere imponer en muchas sociedades. Esta dinámica inocula el “virus
separatista” como forma de deteriorar las instituciones para conseguir que,
una vez derribadas, se pueda construir un nuevo andamiaje institucional a la
medida de sus aspiraciones. Los ejemplos se multiplican en muchas partes del
mundo, incluyendo la vieja Europa. Por desgracia, los totalitarismos vuelven a estar de moda.
Quienes creen que el avance social se
produce a base de enfrentar a los seres humanos, de activar con formas cada vez
más sofisticadas la “lucha de clases”, apoyarán cuantos movimientos pretendan estigmatizar, dividir y separar. Los modernos medios informáticos constituyen
herramientas muy poderosas en esta empresa de acoso y derribo. Como el lenguaje
que utilizan abusa del victimismo y es descaradamente liberacionista,
fácilmente quedamos seducidos. ¿Quién no se compadece de una “víctima” inocente
y simpatiza con un pueblo o un colectivo “oprimido”? Los jóvenes, de manera especial, enseguida
quedan atrapados por sus garras, sin darse cuenta de que por ese camino solo conseguimos
sociedades enfrentadas, en permanente revancha histórica. Los oprimidos de hoy se convierten en los opresores de mañana.
La propuesta
cristiana va en otra dirección. El papa Francisco, muy consciente de la
difícil coyuntura por la que atraviesa el mundo, ha querido ofrecernos una
nueva manera de abordar y resolver los problemas. La clave de la verdadera transformación
social no es la lucha de clases (que siempre produce nuevas clases contra las
que hay que seguir luchando en una escalada imparable), sino la fraternidad. La
encíclica Fratelli tutti comienza poniendo nombre a las sombras que
oscurecen el panorama mundial, pero no cae en la tentación de proponer soluciones
fundamentalistas y mucho menos violentas. A partir del Evangelio de Jesús, diseña
un itinerario de fraternidad y amistad social. Quienes están infectados por el “virus
separatista” y sus innumerables mutaciones, sentirán que esta propuesta
cristiana es demasiado soft, que no contribuye a la consecución de sus
objetivos liberacionistas (del tipo que sean), que, de alguna manera, blanquea
a los opresores con la cantinela de que “todos somos hermanos”. Ellos tienen muy claro quiénes son los opresores y quiçenes los oprimidos. Por eso, consideran que, sin lucha activa, nunca se logrará la soñada liberación.
1 comentario:
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Gracias Gonzalo,
ResponderEliminarMe ha parecido un análisis de la realidad muy acertado a la vez que asustante. Ojalá que sea el mensaje de Jesús el que recupere la unidad del ser humano. Un abrazo.