Llegué ayer a
Roma a las 17,30, un poco antes de que se cerrara el servicio de test Covid-19
rápido que funciona en el aeropuerto de Fiumicino. Las autoridades italianas
exigen a los provenientes de España y otros países este test para poder
entrar en el país. Antes de viajar, rellené un formulario on line y
recibí un código identificativo. Una vez llegado al aeropuerto, me presenté en
la zona Covid, mostré mi código, comprobaron mi identidad, firmé un documento y
pasé a la sección de análisis. Después de estar en la cola unos 15 minutos,
accedí a una de las cabinas en la que un enfermero introdujo el famoso hisopo en
las dos fosas nasales y me pidió que esperara media hora para conocer el
resultado de la prueba. Todo estaba bien organizado y no había aglomeración de personas.
Aproveché la espera para enviar algunos mensajes. Un poco antes de que se cumplieran
los 30 minutos de rigor, una enfermera dijo en voz alta mi número de referencia.
Me acerqué a su cabina con un poco de ansiedad debido a que durante el fin de semana
había entrado en contacto con muchas personas, aunque siempre provisto de mi
mascarilla. Con amabilidad, la enfermera me devolvió la documentación y me
entregó un papel en el que se certificaba que el resultado de la prueba había
sido… negativo. Nunca esta palabra (negativo) había tenido resonancias tan
positivas. “Ho tirato un sospiro di sollievo” (respiré aliviado),
como se dice en italiano. La vida puede continuar su ritmo.
Dado el rápido
incremento de casos en muchos países europeos (sobre todo, en Francia, Reino
Unido, España e Italia),
las autoridades están tomando diversas medidas de contención
que cada vez resultan más impopulares porque mucha gente está ya cansada.
En Italia se han producido revueltas y disturbios durante el fin de semana. Estas
reacciones eran de temer. Al cansancio y la frustración
le
siguen la rabia y la violencia. Esperemos que la cosa no vaya a más y no se generalicen las protestas por todo el país. Escribo estas líneas después de
haber tenido una conferencia
Zoom con el gobierno de la delegación claretiana
de Indonesia-Timor Oriental. La pandemia nos ha obligado a suspender la
asamblea prevista.
Hay que imaginar nuevas formas de acompañamiento y
liderazgo. Podríamos abandonarnos a sentimientos de derrota y frustración, pero
esto no ayuda mucho.
Lo mejor es aprovechar la oportunidad para ver si podemos
hacer las cosas de otro modo y – lo que es más decisivo – qué cosas son verdaderamente importantes y cuáles son superfluas.
Casi cada día estamos ajustando nuestras prioridades y encontrando nuevos
caminos. La capacidad de adaptación a un
escenario cambiante es uno de los rasgos de madurez que más se necesitan en
este tiempo. Las personas muy rígidas lo están pasando mal.
Igual que el resultado “negativo”
de mi test Covid significó para mí una noticia “positiva”, creo que tenemos que
adiestrarnos más para transformar en “positivas” las experiencias “negativas”
que tanto abundan en estos tiempos de pandemia. O, por decirlo con un lenguaje
más bíblico, “tenemos que vencer el mal a fuerza de bien”. Creo que para
caminar en esta dirección, el primer paso consiste en preguntarnos qué aspectos
de nuestra personalidad han sido más afectados por esta crisis, qué rasgos (tal
vez desconocidos) hemos descubierto, qué actitudes nos han sorprendido más, de
qué recursos disponemos. Toda situación que nos saca de nuestras casillas (o de
nuestra “zona de comodidad” como se dice ahora) pone a las claras rasgos de
inmadurez que no habíamos trabajado suficientemente en nuestro proceso de
crecimiento. Pero también recursos personales que estaban aletargados y que
ahora pueden fructificar.
Ganar en autoconocimiento nos ayuda a estar más
disponibles para los demás. Este es el segundo paso, al
que me referí ayer. La crisis será menos dañina si aprendemos a
cuidarnos unos a otros y superamos una de las enfermedades modernas que estaba
secando nuestra alma: el individualismo. En tiempos de bonanza, parece que cada
uno puede vivir por su cuenta. Incluso presumimos de ser autosuficientes. En tiempos
de crisis no se puede sobrevivir sin solidaridad.
Pero como también nos
cansamos de estar disponibles, la solidaridad será efímera a menos que se
fundamente en una sólida (¿o líquida?) espiritualidad. Este es el tercer paso. La pandemia ha
asustado y replegado a muchos. Debemos preguntarnos qué nos permite no venirnos
abajo, seguir encontrando un sentido a la vida y confiando en el futuro. Es verdad
que Dios no es el recurso que debemos usar para “tapar el agujero” de nuestra ignorancia
o fragilidad, pero sí el fundamento sobre el que apoyarnos. Quizá ha llegado el
momento de vivir una fe menos rutinaria y adentrarnos en una relación personal,
íntima, profunda con el Dios que siempre estaba ahí, pero cuya presencia
dábamos por descontada. Ni la agradecíamos ni la disfrutábamos. Nos limitábamos
a constatarla como quien hace inventario de sus pertenencias. También esto puede y debe cambiar. ¿No habrá llegado el momento de hacerlo?
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