La periodista Mayte
Rius, en un reciente
artículo publicado en La Vanguardia, preguntaba al lector si
creía que era un pandemial. Es probable que,
para los más jóvenes, el término, aunque nuevo, suene familiar. Están
acostumbrados a que a ellos los llamen millenials. Es cuestión de cambiar el
prefijo. A los mayores les puede parecer un insulto: “Pandemial será tu
padre (o tu suegra)”. Aunque todavía no ha echado raíces profundas, el
término pandemial empieza a aplicarse “a la generación que está
viviendo la actual pandemia de la Covid-19, enfrentando las complejas
situaciones que ha provocado y transformando su vida, su trabajo, sus
relaciones... e incluso sus prioridades y su filosofía de vida para adaptarse a
una nueva realidad que no imaginaban”.
¿Quién de nosotros no está acusando,
de una manera u otra, el zarpazo de la pandemia? Si bien en sentido lato, creo
que todos (empezando por mí mismo) somos pandemials. Nuestra vida se ha
alterado significativamente en estos meses y todavía no sabemos lo que nos
aguarda. Al menos, la gente de mi generación puede comparar dos estilos de
vida. Hay un antes y un después. Quienes tienen ahora menos de cinco años, nunca sabrán cómo se vivía antes de
la pandemia porque es muy probable que algunos cambios no sean transitorios,
sino que marquen un nuevo rumbo. Los que tienen entre 15 y 30 años se verán muy afectados porque están en una etapa de la vida (la formación y el
acceso al mercado de trabajo) en la que la incidencia de la Covid-19 está
siendo brutal.
La pandemia, por
ejemplo, está ya transformando la manera de enseñar y de aprender. Afecta tanto
a profesores como a alumnos. No se trata de “retransmitir” las clases por
Internet para colmar el vacío presencial, sino de imaginar un nuevo modo de aprendizaje,
con sus luces y sombras. Los besos y abrazos están dando paso a nuevas formas
de relación, más simbólicas y menos físicas. Las mascarillas pueden acabar
convirtiéndose en máscaras que, al cubrir buena parte del rostro, impiden una
comunicación transparente y dan lugar a malentendidos y omisiones. Los actos
masivos han desaparecido. Ya no sabemos en qué consiste gritar en un estadio de
fútbol o vibrar en un concierto de música al aire libre. Los encuentros
familiares son en muchos casos un simulacro de lo que fueron. Algunos ya hablan
de unas Navidades “pandémicas”.
La economía ha quedado herida de muerte.
Algunos sectores difícilmente se van a recuperar a corto y medio plazo. Nos
vamos acostumbrando a que nos manden cosas sin posibilidad de protesta en aras
de la salud. Ya se sabe que cuando se invoca la salud todos estamos dispuestos
a cualquier sacrificio, por absurdo que sea. Las “cicatrices emocionales”
estarán siempre en el alma de quienes no han podido acompañar a sus muertos o
enterrarlos con dignidad. Como el futuro es incierto, muchos se han tenido que
acostumbrar a vivir de manera más austera o, sencillamente, a sobrevivir con lo
poco que tienen. Parece que han aumentado los casos de depresión y de suicidio.
La salud mental de muchos se ha visto afectada por la inseguridad y la falta de
apoyos.
Todos nos hemos vuelto más digitales que antes. El teletrabajo, la
educación online, la telemedicina, el ocio digital, las videollamadas, los
encuentros virtuales son prácticas habituales entre los pandemials. ¡Y hasta
nuestro vocabulario se ha ido enriqueciendo con expresiones nuevas como
distanciamiento social, confinamiento, aplanar la curva, nueva normalidad, etc.!
Como quejarse
sirve de poco – a no ser de comprensible desahogo – lo mejor es concentrarse en lo que podemos modificar y
aprender. Cuando veamos las cosas con más perspectiva, tal vez caigamos en la
cuenta de que lo que ahora nos parece un contratiempo serio se ha convertido en
la oportunidad de acelerar los cambios que debíamos haber hecho hace años, pero
que no hicimos por falta de visión y de coraje.
¿Se puede acompañar este
momento con una espiritualidad que nos dé motivos para seguir esperando y
energía para recorrer el camino? No tengo la menor duda. Pero no una
espiritualidad de píldoras de autoestima o de analgésicos emocionales. No se
trata de hacer más llevadera la situación, sino de perforarla. En el Evangelio
de Lucas leemos una frase de Jesús que, aunque parece desconcertante, nos
despierta de la modorra con la que a veces vivimos: “Si no os convertís,
todos pereceréis igualmente” (Lc 13,5). Jesús nos invita a leer en profundidad
lo que está pasando, los signos de los tiempos.
Es verdad que, de entrada, se
trata de un problema de salud pública (un virus ha infectado a más de 30 millones de
personas en el mundo y ha producido más de un millón de muertos) y así hay que
abordarlo. Pero todos somos conscientes de que se ha convertido ya en un
problema de lesa humanidad con ramificaciones de todo tipo. No bastan las respuestas médicas, por necesarias y urgentes que sean. Hay que aprovechar el
momento para esa “conversión” (cambio de mentalidad) del que nos habla Jesús.
La próxima encíclica del papa Francisco – que será publicada dentro de unos
días – nos va a ofrecer pistas muy concretas para vivir este momento. El título
mismo – Hermanos todos – sintetiza muy bien el cambio de clave. No es lo mismo
entender el mundo desde la competitividad (todos consumidores) que desde la
fraternidad (todos hermanos). Volveremos sobre este asunto a comienzos de
octubre.
Vas describiendo la pandemia con detalle… coincido con tu punto de vista… gracias.
ResponderEliminarEs urgente que aprendamos a vivirla dándonos cuenta, como dices de que Jesús nos invita a leer en profundidad lo que está pasando, los signos de los tiempos, aunque está resultando difícil hacerlo, por la inseguridad y estado de ánimo pesimista que se respira. Se nota el cansancio… y ahí también hay peligro de contagio. Llega un momento en que es bueno, de vez en cuando, hacer ayuno de noticias de Covid-19, la gente solo escucha números…
Gracias Gonzalo porque con tus reflexiones nos ayudas a mantenernos y a encontrar motivos para seguir esperando.