Han pasado nueve meses desde la solemnidad de la Inmaculada Concepción. La liturgia celebra hoy la Natividad de la Santísima Virgen María. No hay una sola referencia a este acontecimiento en los cuatro
evangelios canónicos, aunque abundan los detalles legendarios en algunos
apócrifos. Quizá lo único que cuenta, por obvio que parezca, es el hecho
desnudo: María, la madre de Jesús, nació. No estamos hablando, pues, de un ser
angélico ni de un personaje extraterrestre. María de Nazaret fue un ser humano
que, llegado el momento, nació de la unión de un hombre y una mujer (sus
padres), en una tierra (Palestina) y en un tiempo (algunos años antes del año 0
de nuestra era). La humanidad de María es el terreno en el que Dios puso la
semilla de su proyecto de salvación. Acostumbrados a ensalzar a la madre
de Jesús a base de títulos y ornamentos, necesitamos de vez en cuando desvestirla de todos los ropajes que la historia
le ha ido colocando encima para descubrir lo más valioso: su humanidad inundada
por la gracia de Dios. Sus padres y parientes no podían imaginar -por más que
algunos apócrifos describan revelaciones extraordinarias- que aquella niña
judía iba a ser la madre del Mesías que el pueblo esperaba desde hacía siglos.
El nacimiento de María
-celebrado en muchos pueblos como fiesta patronal- es un hecho que nos confirma
que Dios, en el tiempo oportuno, siempre cumple sus promesas. En momentos de confusión
como los actuales, en los que la esperanza en el futuro parece estar bajo
mínimos, necesitamos recordar esta verdad de fe. Hay un tiempo de morir y un
tiempo de nacer. Quizá ahora tenemos la impresión de estar dominados por la muerte,
pero sabemos que esta no es nunca la última palabra para un creyente. Estamos
hechos para la vida. Por eso, en las culturas que aprecian el don de la vida
como una bendición de Dios abundan los nacimientos. África es quizás el ejemplo
más luminoso. Podremos estar más o menos de acuerdo en la conveniencia y el
modo de regular los nacimientos, pero el hecho mismo de traer hijos a este
mundo es un acto de fe en la fuerza creadora de Dios. Uno de los síntomas que
muestran que una cultura ha perdido la esperanza o ya no cree en la sacralidad
de la vida es la reducción drástica de los nacimientos. Europa es el caso más
llamativo. Al inicio de la pandemia se decía que, como resultado del
confinamiento, era probable que se produjera un boom demográfico. Nada parece
indicar que sea así. La angustia del presente y la incertidumbre
con respecto al futuro han producido el efecto contrario.
Celebrar en este
contexto el nacimiento de María es una llamada a creer en la fuerza la vida, a
recuperar el estremecimiento ante el milagro que supone traer un niño a este
mundo. He acompañado en ocasiones a algunos padres en los primeros momentos
tras el nacimiento de sus hijos. La emoción que sienten es indescriptible. No
acaban de creer que “eso” que tienen entre sus brazos sea fruto de su amor. Por
una parte, se sorprenden ante el milagro de la vida (¿cómo es posible que de
dos células diminutas surja el prodigio de un bebé?); por otra, perciben
la presencia del Misterio. Sean creyentes o no, se sobrecogen ante una realidad
que los desborda. Contemplando el rostro de su hijo recién nacido, hacen un acto
de adoración al Dios conocido o desconocido, al origen de la vida. Nadie adora
un mero proceso bioquímico. Solo Dios es digno de adoración. Sin nacimientos,
se hace difícil creer en Dios porque, sin darnos cuenta, vamos perdiendo la
conexión con la fuente de la vida. Cada nacimiento es un “evangelio”; es decir,
una buena noticia que nos habla de un Dios que nos sigue queriendo y con el
cual co-creamos la vida y el futuro. Quizás hoy, además de felicitar a nuestra
Madre, debamos pedirle que nos ayude a creer en la fuerza del nacimiento como “génesis”
del proyecto de Dios en cada uno de nosotros.
Mirando a María hoy me digo que también ella debió tener una vida difícil y se fió… Y Joaquín y Ana, sus padres, me pregunto: ¿cómo vivieron la adolescencia de María? Si todo es verdad me imagino que no les cuadraba nada y no les debía quedar más remedio que confiar en Dios.
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