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martes, 25 de agosto de 2020

Estáte, Señor, conmigo

Siempre me ha gustado mucho un himno de la Liturgia de las Horas que se titula “Estáte, Señor, conmigo”. Parece que el autor fue fray Damián de Vegas, un fraile español de la segunda mitad del siglo XVI afincado en Toledo. Rescato las palabras antiguas de este himno en un momento en el que necesitamos suplicar al Señor que se quede con nosotros porque -como reza el poema- “el pensar que te irás / me causa un terrible miedo / de si yo sin ti me quedo, / de si tú sin mí te vas”. Es como un eco de la súplica que los discípulos de Emaús dirigen a su desconocido compañero de camino: “Quédate con nosotros porque atardece y el día ya va de caída” (Lc 24,29). Cuando se multiplican las malas noticias, cuando nos preparamos para un otoño incierto, cuando no podemos hacer planes a medio y largo plazo debido a la pandemia que sufrimos, cuando la fe parece debilitarse por los acosos de una realidad que se nos escapa, entonces necesitamos hacer nuestras las palabras del poeta castellano: “Estáte, Señor, conmigo / siempre, sin jamás partirte”. Sin el asidero de la fe, sin la conciencia de que Jesús -como él mismo nos ha prometido- estará siempre con nosotros “hasta el final del mundo” (Mt 28,20) resulta muy difícil vivir este tiempo con serenidad. Os invito a orar hoy con las palabras de este himno antiguo:


Estáte, Señor, conmigo
siempre, sin jamás partirte,
y, cuando decidas irte,
llévame, Señor, contigo;
porque el pensar que te irás
me causa un terrible miedo
de si yo sin ti me quedo,
de si tú sin mí te vas.

Llévame en tu compañía,
donde tú vayas, Jesús,
porque bien sé que eres tú
la vida del alma mía;
si tú vida no me das,
yo sé que vivir no puedo,
ni si yo sin ti me quedo,
ni si tú sin mí te vas.

Por eso, más que a la muerte,
temo, Señor, tu partida
y quiero perder la vida
mil veces más que perderte;
pues la inmortal que tú das
sé que alcanzarla no puedo
cuando yo sin ti me quedo,
cuando tú sin mí te vas.


El pasado domingo meditábamos sobre la pregunta de Jesús: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. El himno reconoce que Jesús es nuestra vida: “porque bien sé que eres tú / la vida del alma mía; / si tú vida no me das, / yo sé que vivir no puedo”. Reconocer que no podemos vivir sin la vida que Jesús nos da es un acto de lucidez y humildad que no es fácil en momentos en los que creemos que nosotros lo podemos todo. La tentación que nos ronda siempre es la de buscar otras vías que se nos antojan más al alcance la mano. El himno nos previene contra todos los espejismos antiguos y nuevos: “yo sé que vivir no puedo, / ni si yo sin ti me quedo, / ni si tú sin mí te vas”. 

Con Jesús hemos establecido una relación de amistad que no se puede romper por las vicisitudes de la vida. Él ha dado el paso: “Ya no os llamo siervos, pues el siervo no sabe qué hace su señor; yo os he llamado amigos porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre” (Jn 15,15). Si Jesús nos llama “amigos” significa que está dispuesto a dar su vida por nosotros porque “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). No es fácil encontrar amigos que estén dispuestos a dar su vida por nosotros. El caso de Cristo es único. Pablo lo explica así: “Difícilmente habrá quien esté dispuesto a morir por un hombre justo, aunque por un hombre de bien tal vez alguien lo esté; pero Dios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,7-8). Necesitamos meditar estas palabras para comprender que no estamos solos en este trance, que Jesús nunca abandona a su comunidad, que, por muy duras que sean las pruebas a las que nos vemos sometidos, él está siempre a nuestro lado. Hoy se lo decimos con más fuerza que nunca: “Estáte, Señor, conmigo / siempre, sin jamás partirte”.

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