Escribo la entrada de hoy desde la T-4 del aeropuerto de Madrid-Barajas. Faltan tres horas
para que despegue mi vuelo a Roma, pero he preferido venir con tiempo para
evitar problemas. En realidad, no hubiera sido necesario porque el aeropuerto
está casi desierto y todas las operaciones se realizan con fluidez. Hay muchas
tiendas y bares cerrados y pocos pasajeros en las salas de espera. La COVID-19
sigue manteniéndonos a raya. Por la megafonía se recuerda constantemente que
debemos usar mascarilla y mantener la distancia de seguridad. A los pasajeros
provenientes de España, las autoridades italianas nos exigen un certificado sanitario. Yo me hice la
PCR el miércoles por la mañana, pero hasta un poco antes de salir de casa, no
me ha llegado el resultado por correo electrónico. Por suerte, ha sido
negativo, así que “ho tirato un sospiro di sollievo”, como se dice en
italiano. Si hubiera sido positivo, se habrían alterado completamente mis planes
y también los de las personas con las que me he encontrado en los últimos días.
Termina un hermoso
período en España lleno de encuentros y de momentos singulares. No olvido que
hoy, 28 de agosto, celebramos la memoria de san Agustín,
un santo que siempre me ha atraído y sobre el que escribí mi tesina de
licenciatura en Teología sistemática hace ya 37 años. Escogí un tema que, de
una manera u otra, ha influido en mi pensamiento: “Dios como Padre en los
discursos sobre el Padrenuestro de san Agustín de Hipona”. Mi director me decía que tiempo tendría de
afrontar autores modernos, que todo aspirante a teólogo debe confrontarse al
principio con alguna de las grandes figuras de la antigüedad cristiana y bucear
en las fuentes griegas y latinas. San Agustín es, sin ninguna duda, una de las figuras
más sobresalientes. Si tuviera que destacar un aspecto que me parece relevante
para la situación de hoy, es su exploración de la interioridad como camino
hacia el encuentro con Dios. Sus Confesiones no son
sino un ejercicio práctico a partir de su propia vida. Creo que también hoy
necesitamos esa capacidad de explorar lo que nos pasa por dentro, de poner
nombre a nuestras búsquedas, frustraciones y anhelos.
El compañero que
me ha traído al aeropuerto me ha hablado de que hace unas semanas pasó unos días
en el monasterio de la
Conversión, un hermoso lugar regentado por una comunidad de
Hermanas Agustinas que han creado una nueva forma de vida religiosa basada en
la Regla de san Agustín. El monasterio se encuentra en el pueblo abulense de Sotillo
de la Adrada. Es un lugar ideal para las personas que están buscando un sentido
a sus vidas o que quieren profundizar en su vocación cristiana. Entre sus
ofertas, está el llamado “laboratorio
de la fe”. No he tenido la oportunidad de visitar el lugar, pero me fío
de la opinión de mi compañero. Resulta esperanzador que, en tiempos en los que
muchos bautizados practican una especie de apostasía silenciosa por diversos motivos,
surjan también experiencias nuevas que ayudan a vivir la fe en este tiempo de búsqueda.
Abundan las comunidades laicales de todo tipo (hace tiempo hablé, por ejemplo,
de la asociación Hakuna)
y también nuevas formas de vida consagrada. Si hoy escribo sobre el monasterio
de la Conversión es porque su espiritualidad tiene raíces agustinianas, lo cual
demuestra que la figura de san Agustín puede seguir ayudándonos en la aventura
de la fe. Precisamente ayer tuve una larga e interesante conversación con un amigo que ha pasado un año en el Reino Unido. Una de las cosas que más admiramos de la cultura británica (inglesa, escocesa, galesa e irlandesa) es la capacidad de unir tradición y modernidad, algo que nos cuesta mucho en los países latinos, siempre tendentes al dualismo: o más papistas que el Papa, o más anticlericales que Voltaire. Un británico puede emocionarse con una ceremonia presidida por la reina Isabel II, por ejemplo, y a renglón seguido escuchar a una de las muchas bandas de rock que han surgido en el Reino Unido, desde Los Beatles y los Rolling Stones hasta Queen o Supertramp. Tanto lo antiguo como lo nuevo pueden contener elementos de verdad, bondad y belleza. No hay que despreciar nada que nos ayude a crecer como seres humanos.
El mismo san Agustín habla también de lo nuevo y de lo antiguo en su famosa oración: "¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste". Cuando no hay tradición, no puede haber creatividad. Sin raíces, no hay frutos; a lo más, hojarasca. ¿No nos está pasando algo de esto en los países en los que no apreciamos la riqueza de nuestra tardicion? ¿No estamos confundiendo la innovación cultural con la mera hojarasca? La megafonía del aeropuerto sigue recordándome que estamos en tiempo de pandemia. ¡Qué le vamos a hacer!
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