Los trámites de la renovación del carné de identidad fueron más rápidos de lo imaginado, así que tuve tiempo para recorrer a pie el pequeño casco urbano de Soria. Me sorprendió
el frescor de la Alameda de
Cervantes y, sobre todo, la cantidad de terrazas llenas de lugareños y
turistas que charlaban animadamente. Todos, eso sí, armados con su obligatoria
mascarilla. Después de llegar hasta la plaza de la Audiencia -esa en la que, según Antonio Machado, el reloj da la una- ascendí hasta la iglesia
de santo Domingo, una joya del románico soriano. Junto a ella, hay un convento de monjas clarisas que se encargan de su cuidado. Aquí, en el recinto de un pequeño y hermoso templo románico, es donde tuvo lugar el
contraste entre dos mundos. El interior del templo está dividido en dos
secciones separadas por una alta verja de hierro forjado. En la parte del presbiterio
se sitúa la comunidad de monjas clarisas; en la otra, los fieles que acuden
para la oración, la Eucaristía o simplemente para visitar el templo como
curiosos o turistas. Cuando llegué había un grupo delante de la impresionante
fachada. Un guía explicaba a voz en cuello los detalles del rosetón y de las
arquivoltas de la portada. Dentro no había nadie. Me corrijo. Había una novicia
africana y otra monja joven, que, al poco tiempo, fueron sustituidas por dos postulantes
de larga melena. Todas ellas estaban en oración delante del Santísimo
Sacramento, que se expone a lo largo de todo el día.
La zona de los
fieles estaba desierta, así que me situé en uno de los bancos para hacer un
rato de oración que me prometía sereno. Como, debido a las medidas de seguridad
sanitaria, las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par, se colaba dentro el vozarrón
del guía que explicaba con entusiasmo la presencia del Pantocrator y de
los cuatro evangelistas en el centro de la portada. Acabada su explicación, la
veintena de turistas entró en el templo como se entra en cualquier museo. Todos
cuchicheaban, hacían fotos a los detalles más inverosímiles, se paseaban por las
naves y alguno aprovechaba para descansar en los bancos. Ni uno solo hizo el más
mínimo gesto de adoración al Santísimo expuesto ni mostró algún signo de
respeto a los que estábamos orando. Al cabo de unos cinco minutos, salieron con
la misma desenvoltura con la que habían entrado. En algún momento estuve tentado
de advertirles con delicadeza que estaban en un templo católico, pero no lo
hice. Me inundó una gran tristeza. Caí en la cuenta de que entre el mundo de las
monjas contemplativas y el del grupo de turistas había una brecha casi
infranqueable. Representan dos maneras antitéticas de entender la existencia
humana: la dedicación y la distracción. No sentí rabia, sino tristeza. Las palabras que me vinieron a la mente
fueron las de Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen”.
No advertí en
ellos mala voluntad o deseos de profanar un lugar de culto, sino sencillamente ignorancia.
Quizá los más jóvenes no saben qué significa la presencia sacramental de Cristo
en la Eucaristía, en qué consiste la actitud de adoración que practicaban las monjas o cómo debemos comportarnos en una iglesia. Como la gran mayoría de los
turistas, el grupo de ayer redujo
una iglesia a un mero museo. En los museos se conservan objetos “muertos”
del pasado, más o menos dignos de ser contemplados. ¡Cómo iban a imaginar que
allí había una presencia “viva” que nos reclama: “El Señor está aquí y te
llama”! Los dos mundos en contraste (el de las monjas y el de los turistas)
ejemplifican bien lo que está sucediendo en esta Europa nuestra. Para muchas
personas, todo lo que tiene que ver con la fe y con Jesús es algo del pasado,
sin ninguna incidencia en nuestra vida. Tuvo su momento de esplendor, pero ya no dice casi nada a los hombres y mujeres de hoy. Para unas pocas personas, Jesús es el centro de
sus vidas. Algunas, como las monjas clarisas, están dispuestas a dejarlo todo para
consagrar su vida enteramente a él. Aunque parecen dos mundos separados, estoy
seguro de que de vez en cuando se produce el milagro de un trasvase. Jesús es
un potente imán que puede atraer incluso a las personas que parecen más
alejadas de él. Todos tenemos que cambiar algo. Ninguno de los dos mundos es perfecto. Estamos llamados a encontrarnos. Algo nuevo debe nacer. No podemos caminar por vías paralelas que nunca se encuentran.
Cuando salí de nuevo a la calle al cabo de una hora, la luz del
sol de mediodía me cegaba los ojos. Tardé unos segundos en pasar de la penumbra
de la iglesia a la claridad de la ciudad. La vida seguía bullendo con toda su belleza y
sus contradicciones. No olvidaré fácilmente la experiencia de santo Domingo.
https://www.augustinus.it/spagnolo/agone_cristiano/index2.htm
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