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viernes, 24 de julio de 2020

El fin de la historia

Saludarse sin tocarse, hablarse a distancia, celebrar con mascarilla, evitar el saludo de paz y lavarse las manos infinidad de veces son algunas de las acciones que practico estos días con resignación. Nada es como antes. Todos los que se detienen a hablar concuerdan en que la cosa va para largo. Esta mañana, un lugareño me ha dicho que esto es el principio del fin, como si hubiera leído a Leonardo Boff cuando  habla del principio de autodestrucción y del combate contra la Covid-19. Me ha sorprendido su análisis. Se ve que los meses del confinamiento le han hecho pensar. No es el único. A diferencia de la relativa serenidad de Roma, percibo aquí una gran preocupación, como si lo vivido fueran solo los primeros compases de una composición trágica que todavía tiene que ejecutarse. Los continuos rebrotes no son la mejor noticia para un verano que se esperaba como un oasis de serenidad en medio del desierto de la incertidumbre. Me indigna que haya tantas personas (a menudo jóvenes) que frivolizan con la situación y se comporten de manera irresponsable. Me cuesta creer que, después de lo vivido, no hayamos aprendido la lección. Se demuestra una vez más que los seres humanos somos incorregibles. No hay factor más peligroso que nosotros mismos.

“¿Tú crees que estamos ante el fin del mundo?”. La pregunta me la ha formulado el mismo lugareño que paseaba por el bosque en sentido contrario al mío. Yo le he respondido sin mucha convicción: “Creo que no, pero tal vez estamos ante el fin de un tipo de mundo como el que teníamos hasta ahora”. ¿A qué tipo de mundo me refiero? Al mundo basado en la codicia, la explotación inmisericorde de los más pobres y de la naturaleza, la ambición de poder, la sustitución de la fe en Dios por la autosuficiencia humana. ¿Veo alguna relación entre este tipo de mundo y la pérdida de fe en Dios? Si quisiera ser políticamente correcto, tendría que decir que no, que se trata de dos fenómenos independientes. Si digo lo que realmente pienso, entonces tengo que decir que sí. La pérdida de la fe en Dios como origen y fundamento de todo nos coloca a nosotros como reyes y señores de la creación, nos otorga un poder omnímodo del que no tenemos que dar cuenta a nadie. Si todo poder tiende a la corrupción, un poder omnímodo conduce inexorablemente a la destrucción. ¿Podemos sustituir la soberanía amorosa de Dios por el poder de una débil ONU, de una creciente China o de las grandes corporaciones multinacionales? A la religión en general y al cristianismo en particular se los ha acusado de todo lo malo que existe en el mundo, como si no hubiera habido nada más pernicioso en la historia de la humanidad. Es la reacción comprensible de quien quiere hacerse con el control del “árbol de la vida”. Esperemos que la historia nos permita ver las cosas con más perspectiva para saber dónde está la verdad.

Reconozco las grandes aportaciones de las ciencias al desarrollo de la humanidad. Pero igual que es muy peligrosa la religión sin fe, quizá no hay nada más peligroso que la ciencia sin ética, porque entonces todo lo que es técnicamente posible, acaba siendo realizable. El “hecho” se convierte en “derecho”. Hoy es técnicamente posible la destrucción de nuestro planeta. La tentación de pasar de la posibilidad a la acción está siempre al acecho. En un mundo secularizado, no hay ningún “dios” que se interponga en el camino de la ambición y la locura humanas. En una encrucijada como esta, solo veo dos salidas posibles: la “autodestrucción” de la que hablan Boff (en el artículo antes citado) y el lugareño (en su charla matutina) o el redescubrimiento de nuestra verdadera humanidad que nos lleve a articular de un modo nuevo las cinco relaciones básicas que nos mantienen vivos y a las que he hecho referencia en varias ocasiones en este blog. Sin una nueva articulación de la relación con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza, con el tiempo y con Dios, no preveo un futuro digno del ser humano. 

Jesús de Nazaret nos enseña el camino, pero -emborrachados de autosuficiencia-, ¿tendremos todavía la humildad de dejarnos guiar o preferiremos seguir con nuestros experimentos? Lo que no queremos aprender por la vía de un discipulado humilde, acabaremos aprendiéndolo a fuerza de experiencias desgarradoras. La historia nos ofrece lecciones elocuentes, pero ya se sabe que hace décadas que hemos entrado en “el fin de la historia” (Fukuyama dixit).

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