Hacía cinco meses que no pisaba un aeropuerto. Estoy a punto de embarcar en Fiumicino. Todo
parece de película. Se ha reducido el número de vuelos. Hay poca gente en las salas del aeropuerto. Todos
llevamos nuestra mascarilla. No hay colas en el control de seguridad. Abundan los
policías. En las zonas de espera hay asientos desocupados con una pegatina azul
en la que se lee: “La tua salute è la nostra priorità / Your safety is our priority”.
Se respira un ambiente de calma. Antes de facturar he
tenido que rellenar un módulo en Internet. A cambio, me han dado un código QR
que deberé presentar en el aeropuerto de llegada. Son algunas de las novedades
producidas por la pandemia. Tendremos que acostumbrarnos. Mientras espero mi
vuelo, leo que, por fin, la
Unión Europea ha logrado un pacto para afrontar las consecuencias de la
crisis producida por la Covid-19. Este es el titular. Desconozco los detalles
de la letra pequeña. España recibirá 140.000 millones de euros. Esperemos que, una
vez más, se haga realidad eso de que “toda crisis esconde una oportunidad”. Hay
que saber estar a la altura de las circunstancias.
Tras los largos meses de encierro, comienzo mi
primer viaje internacional con un doble sentimiento.
Por un parte, estoy deseando encontrarme con algunas personas queridas a las
que no he podido ver en todo este tiempo; por otra, no experimento la necesidad
de salir. Aquí en Roma me siento seguro, acompañado y con muchas posibilidades
de trabajo a través de Internet. Imagino que en una situación semejante se
encuentran otras personas. Se requiere prudencia, pero también un poco de
audacia para no permanecer enclaustrados. La vida tiene que mostrar músculo, debe
encontrar nuevas formas de expresión. Si no lo hace, el temor nos irá jibarizando
emocionalmente. Todas estas cosas me las digo a mí mismo en un esfuerzo por
afrontar este nuevo desafío mientras me preparo para hacer mi oración de la mañana,
rodeado por pasajeros que se comportan de una manera más comedida que antes de
la pandemia. Es como si todos nos
hubiéramos vuelto ciudadanos responsables. No está mal para ir preparando otra forma de vivir.
La mañana es
fresca en Roma, aunque el sol está ya empezando a calentar. Los amaneceres veraniegos
tienen un encanto especial. Nos devuelven la confianza en que la vida siempre
acaba abriéndose paso. Son siempre una promesa de novedad. Por eso me gusta
tanto madrugar. Me recuerda que “somos hijos de la luz, hijos del día”, que
estamos hechos para vivir.
Dios le bendiga. Cuidese. que la pase bien, seguiremos viéndole a través del blog. Gracias una vez y cuántas sean necesarias por el regalo de los ejercicios espirituales.
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