Ayer, antes de comenzar la meditación diaria de los Ejercicios Espirituales por Internet, estuve viendo por televisión el homenaje a los fallecidos por la Covid 19 que tuvo lugar en el patio de la Armería del Palacio Real de Madrid. Reconozco
que las imágenes eran sugestivas. En el centro de la plaza había un gran
pebetero y, en torno a él, en varios círculos concéntricos, más de cuatrocientas
sillas blancas en las que se fueron acomodando autoridades, familiares de las víctimas e invitados. Fue un acto redondo en un patio cuadrado. La ceremonia
duró en torno a 45 minutos, lo que suele durar una misa dominical en la mayoría
de las parroquias de España. No se trataba de un “funeral” laico −como
algunos decían− sino de un homenaje de Estado a las víctimas de
la Covid-19 y a quienes habían estado en el primer frente del cuidado durante
los meses duros de la pandemia. Todo tuvo la sobriedad, belleza y asepsia que
impone el minimalismo contemporáneo. Además del castellano, al principio y al final se usaron las lenguas cooficiales (euskera, catalán y gallego) y el inglés y el francés, lo que me pareció un gran acierto. La incombustible Ana Blanco actuó de “conductora”. Me
gustaron los dos testimonios: el de Hernando
Calleja (hermano de una víctima) y el de Aroa
López (en representación del personal sanitario). Creo que también fue
acertado el
discurso del rey Felipe. Quizá lo que menos me gustó fue la procesión
con las rosas blancas. Era como una ofrenda a la nada, “al dios desconocido”,
por recordar la placa que san Pablo encontró en el areópago ateniense. De
hecho, algunos no sabían bien cómo depositarla. Unos cuantos hacían una suave
inclinación de cabeza o permanecían unos instantes en silencio respetuoso. En
conjunto, me pareció una ceremonia digna y con buen ritmo.
Como es natural
en un país tan polarizado como España, enseguida se multiplicaron las
reacciones: desde quienes vieron una imagen de unidad insólita y efímera o un desangelado espectáculo de inspiración masónica hasta quienes celebraban que, por
fin, el laicismo se impone y todo se hace con pulcritud jacobina. Creo que hay que mirar las cosas con
serenidad y perspectiva histórica. España es un país constitucionalmente aconfesional, lo cual
significa que no existe una religión de Estado, que los ciudadanos son libres
para profesar lo que les dicte su conciencia o para no profesar ninguna fe. Es
normal, por tanto, que una ceremonia de Estado sea “laica”, en el sentido de
que no adopte una sola religión (aunque sea mayoritaria) como expresión del sentir
colectivo. Es normal que, ante la magnitud de la crisis vivida, todas las instituciones
del Estado respondan con altura de miras. Ayer ofrecieron esta imagen de
unidad, que ojalá sea una expresión del camino que nos aguarda de ahora en
adelante. Es normal que se acudiera a algunos símbolos (los círculos
concéntricos, el fuego, las rosas blancas) que pueden conectar con la mayoría
de los ciudadanos. Es normal que la música, la poesía y el silencio fueran
ingredientes fundamentales. Y me parece también normal que las intervenciones habladas
fueran solo tres: dos testimonios y el discurso del Rey. Resultan cansinas las
ceremonias en las que hay una catarata de discursos. La verborrea mata la
necesaria sobriedad de una ceremonia como esta.
Lo que ya no me parece tan normal es la exclusión absoluta de cualquier referencia
religiosa. Hay espacio para la música y para la poesía, pero no para la
oración. Todavía no hemos llegado a este grado de madurez. Estamos en un
estadio previo. Muchos se han alegrado de que ¡por fin! hubiera una ceremonia
laica en la que la Iglesia católica no asumiera un protagonismo indebido. Como
católico y sacerdote, no tengo el más mínimo problema en ello. Reconozco la
aconfesionalidad del Estado como un valor. Pero, de igual modo que no pretendo
que mi religión se imponga a los demás y mucho menos que se convierta en “religión de
Estado”, creo que un Estado maduro debe abrirse a todas las manifestaciones que
expresan la riqueza simbólica de sus ciudadanos. Intuyo que entre los miles de víctimas había muchos creyentes que hubieran deseado un reconocimiento explícito de sus creencias. Si aceptamos sin el más mínimo problema
que en un homenaje haya piezas musicales o poemas (yo estoy completamente de acuerdo), ¿por qué no abrir un espacio a algunas breves oraciones que representen la diversidad religiosa del país?
Esto no va contra la aconfesionalidad constitucional y dice mucho de la madurez
de una nación, o de una nación de naciones. De hecho, así es como se suelen hacer este tipo de ceremonias en
otros países de arraigada tradición democrática, pluralismo religioso y sensibilidad social. Nos
falta trayectoria. Espero que algún día lleguemos. De momento, saludemos una
ceremonia que ha sido capaz de aunar a todas las instituciones del Estado y que
ha conseguido llegar al corazón de muchas personas, por más que yo, a título
personal, tuviera la sensación de que todo estaba teñido de la belleza aséptica
de las películas de Sorrentino, en las que se exhiben símbolos hermosos sin derechos de
Autor. ¿O acaso no es necesario que el Autor firme siempre sus obras?
Magnífico. Siempre tan moderado. Los que ignoran sus principios no sémuy bien dónde caminan y si obtendrán algún fruto que perdure y ayude a los que nos sigan. Habrá que seguir con lo de los peuqeños haciendo cosas pequeñas y transformaciones individuales que vayan transformando el mundo.
ResponderEliminarBuen día P. Gonzalo, le hago llegar mi saludo en primer lugar por la fiesta de la Congregación!👍
ResponderEliminarRespecto al artículo, comprendo y comparto su posición, pero creo que aún falta el "atreverse a mostrar la diversidad religiosa" en actos como este.. 😏
Un gran saludo desde Lima, Perú!