Aunque es probable que más de un lector esté pensando que voy a escribir sobre ese “camarote de los hermanos Marx” formado por Pedro (Sánchez) y Pablo (Iglesias) −presidente y vicepresidente respectivamente del gobierno de España−, en realidad me estoy refiriendo a Pedro (de Betsaida) y a Pablo (de Tarso), cuya fiesta conjunta celebramos hoy. Fueron dos figuras esenciales en la iglesia primitiva. Algunos
dicen que, aunque Pedro tuviera el primado, fue mucho más influyente Pablo. Los
dos eran judíos. Ambos comprendieron que Jesús no era solo para su pueblo, sino
un “patrimonio de la humanidad”. Con más o menos convencimiento y energía,
abrieron el Evangelio y la comunidad eclesial al mundo pagano. Por eso, podemos creer
hoy sin necesidad de pertenecer al antiguo “pueblo elegido”. Cuando hablo de
sus “líos” no me estoy refiriendo a las discusiones que tuvieron acerca del
alcance de esta apertura (cf. Gal 2,11-14), sino a la alteración que produjo su
actitud, que va en la línea del famoso “hagan lío” que el
papa Francisco dirigió a los jóvenes argentinos en la JMJ de Río de Janeiro
(2013): “Quiero que salgan fuera. Quiero que la Iglesia salga a la calle”.
Cuando uno lee los Hechos de los Apóstoles se da cuenta de que primero Pedro y
luego Pablo se tomaron en serio las palabras de Jesús: “Poneos, pues, en
camino, haced discípulos a todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que
os he mandado” (Mt 28,19).
Creo que hoy
tenemos que recuperar este entusiasmo evangelizador a través de un testimonio a
pie de calle, en el tú a tú de nuestra vida cotidiana. Es verdad que Internet
nos brinda muchas posibilidades de realizar un anuncio nuevo, pero ninguna
estrategia sustituye al encuentro interpersonal. En este sentido, creo que los
laicos serán los grandes evangelizadores en el siglo XXI. De hecho, ya lo están
siendo. Me admiro de la cantidad de iniciativas catequéticas, artísticas, solidarias
y litúrgicas animadas por laicos. Los meses de la pandemia han provocado una
verdadera avalancha. Este “lío” no sustituye al trabajo de acompañamiento
paciente (que es el que ayuda a madurar), pero es imprescindible para encender
la chispa. Hay sacerdotes que saben animar y apoyar estos carismas de los laicos.
Otros (pocos) se sienten amenazados y postergados. Reivindican enseguida su
autoridad: “Le curé c’est moi” (el párroco soy yo). Cada vez serán más inútiles estas regresiones autoritarias. Estoy convencido de
que solo con un acercamiento sinodal podemos ir haciendo camino. Quien sepa estimular iniciativas, potenciar carismas y aunar fuerzas estará en condiciones de liderar esta marcha.
Tradicionalmente,
hoy se celebraba “el día del papa” en cuanto sucesor de Pedro. Creo que más que
ensalzar o criticar al actual papa Francisco (tarea a la que somos muy dados), la
mejor manera de celebrar el sentido del “ministerio petrino” es secundarlo. No
se trata de imitar su estilo personal (que es intransferible y no siempre del
agrado de todos), sino de tomar en serio aquellas orientaciones que señalan el
camino de la Iglesia en este tiempo. Es probable que algunas nos resulten
demasiado exigentes o desestabilizadoras, pero quizá por eso son las que más
nos pueden ayudar a madurar como creyentes y evangelizadores. Una de ellas es
la de “salir”, la de no permanecer acomodados en nuestros cuarteles de
invierno, eternamente confinados, como si la pandemia fuera, en realidad, una
metáfora de una sociedad contaminada que nos inspira temor. Ahora que estamos empezando
a “salir” a la calle después de meses de reclusión, es una excelente
oportunidad para recordar que estamos llamados a ser “Iglesia en salida”, a “hacer
lío”, a llegar donde no llegan las estructuras establecidas. Necesitamos muchos
Pedros y Pablos que tengan la valentía de ir más allá de lo que hasta ahora nos
parecía normal. La “nueva normalidad” −al menos, desde el punto de vista eclesial− debería
ser un poco “anormal”, más callejera y menos sacristana.
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