Entre los muchos
cambios que la pandemia está introduciendo en nuestras vidas, hay uno que tiene
que ver con el modo de recibir la comunión durante la misa. Los curas se lavan
las manos con gel hidroalcohólico antes de distribuirla. Hay algunos incluso que se ponen
guantes. He visto que en varias iglesias episcopalianas de los Estados Unidos utilizan
unos dispensadores especiales. El mecanismo es sencillo. El cura presiona un botón
y la hostia cae de un tubo interior directamente en la mano del comulgante. Lo que no había visto hasta
ahora es el sistema de las pinzas. Un compañero mío fue testigo directo ayer
mismo en una iglesia del centro de Roma. El celebrante se servía de unas pinzas
quirúrgicas para tomar la hostia de la patena y depositarla en la mano de los
fieles sin que mediara ningún contacto directo con ella.
Reconozco que todas estas medidas higiénicas -seguramente necesarias, no lo discuto- me producen una extraña sensación. Es como si, casi sin darnos cuenta, pasito a pasito, nos fuéramos introduciendo (o nos fueran empujando) en un mundo en el que todo debe ser aséptico, limpio, medido, controlado. ¿Estamos seguros de que tanto control conducirá a un mundo mejor? Tengo fuertes reservas. Es probable que con estas y otras medidas podamos domeñar este insidioso virus Covid-19, pero habremos introducido muchas prácticas sociales que, de no corregirlas pronto, nos irán acercando al Big Brother de George Orwell. Cuando queramos reaccionar, puede ser ya demasiado tarde. Dios podía haber hecho un mundo así, con todo controlado, pero no lo hizo. Los seres humanos somos rabiosamente imperfectos porque Dios nos quiso seres libres, no robots ni marionetas. Tan libres que podemos incluso renegar de Él. Sin libertad no hay amor. ¿Hubiera sido preferible un mundo que funcionara como un reloj, pero sin amor?
Reconozco que todas estas medidas higiénicas -seguramente necesarias, no lo discuto- me producen una extraña sensación. Es como si, casi sin darnos cuenta, pasito a pasito, nos fuéramos introduciendo (o nos fueran empujando) en un mundo en el que todo debe ser aséptico, limpio, medido, controlado. ¿Estamos seguros de que tanto control conducirá a un mundo mejor? Tengo fuertes reservas. Es probable que con estas y otras medidas podamos domeñar este insidioso virus Covid-19, pero habremos introducido muchas prácticas sociales que, de no corregirlas pronto, nos irán acercando al Big Brother de George Orwell. Cuando queramos reaccionar, puede ser ya demasiado tarde. Dios podía haber hecho un mundo así, con todo controlado, pero no lo hizo. Los seres humanos somos rabiosamente imperfectos porque Dios nos quiso seres libres, no robots ni marionetas. Tan libres que podemos incluso renegar de Él. Sin libertad no hay amor. ¿Hubiera sido preferible un mundo que funcionara como un reloj, pero sin amor?
Volviendo al asunto
de las pinzas y la hostia, reconozco que la imagen me sacudió porque expresaba
muy gráficamente lo que más de una vez he pensado en relación con nuestra forma
de tratar a Jesús. Creemos en él, forma parte de nuestras referencias
fundamentales en la vida, pero nos falta intimidad. Lo tratamos “con pinzas”,
como si fuera un extraño objeto que no conviene contaminar con nuestras impurezas.
Hay una exquisita distancia entre nosotros que no acabamos de superar. Se trata
de una actitud nuestra, no de una decisión suya. Él se ha expresado con absoluta claridad: “El que me ama, guardará mi palabra guardará; y mi Padre le amará,
y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn 14,23). Es evidente
que desea establecer con nosotros una relación de profunda intimidad, no de
mera admiración o de distanciamiento social: “Ya no os llamo siervos, porque
el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos, porque
os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre” (Jn 15,15). Él se
acercaba a las personas, las tocaba (incluso a algunos leprosos), rompía las distancias
que las mantenían segregadas de la comunidad. Me temo que estamos inventando
nuevos tipos de modernos “apestados”. La desconfianza, que era ya una
enfermedad social antes del Covid-19, se va a convertir en una verdadera pandemia.
Vamos a sospechar de todo y de todos por el temor a ser contagiados. ¿Qué mundo
es este en el que la sospecha puede llegar a ser más fuerte que la confianza?
Jesús no quiere
ser tratado con pinzas. Quiere ser tocado incluso por manos sucias, pero sinceras. No
siente asco de quienes no cumplen todas las normas de higiene y urbanidad. Si
algo le molesta es el puritanismo de quienes se creen impolutos. Superada la
emergencia sanitaria, tendremos que recuperar las distancias cortas entre
nosotros y, sobre todo, con Él. No me gustaría que, igual que existen las
vinajeras, los cálices y las patenas, acabaran introduciéndose las pinzas como
un nuevo utensilio litúrgico. En nombre de la higiene, acabaríamos convirtiendo
la relación con Jesús en un asunto de “mírame y no me toques”, no en un verdadero
encuentro interpersonal. Jesús no estaba en contra de lavarse las manos antes
de comer (ni lo estaría hoy antes de comulgar), pero fue muy crítico con los fariseos
que eran muy celosos de la limpieza exterior de vasos y platos, pero por dentro
estaban corrompidos. Lo que Jesús desea no es ser tratado con pinzas para que
quien lo reciba no se contagie, sino ser acogido con un corazón humilde y
generoso. El Covid-19 se puede evitar lavándose las manos. El odio, la envidia,
el resentimiento y la mentira son muy resistentes a los productos químicos. Solo
se disuelven con humildad y amor.
Gracias!!!
ResponderEliminarGracias
ResponderEliminar