¿Conocéis alguna familia o comunidad en la que no haya tensiones? No hay que extrañarse y menos
escandalizarse de que existan. En la comunidad formada por los apóstoles de Jesús
–y probablemente por María y otros discípulos de primera hora– también había tensiones.
La primera lectura (cf. Hch 6,1-6) de este Quinto Domingo de Pascua nos cuenta una de bastante envergadura:
la existente entre los cristianos que hablaban hebreo (oriundos de Palestina) y
los que hablaban griego (provenientes de la diáspora). La chispa que prendió el
fuego fue la falta de atención a las viudas del segundo grupo, que era
minoritario. El texto de los Hechos de los Apóstoles lo dice de manera clara y
concisa: “Al crecer el número de los
discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea,
porque en el servicio diario no se atendía a sus viudas”.
Lo más
interesante es que, ante este problema, no se pierden en acusaciones mutuas: se busca una solución. Los apóstoles,
responsables de la comunidad, convocan a todos, les hacen una propuesta, dialogan
sobre ella y toman una resolución: “No
nos parece bien descuidar la palabra de Dios para ocuparnos del servicio de las
mesas. Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama,
llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea; nosotros
nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra”. Vuelve la paz.
La crisis ha sido la ocasión para una decisión innovadora. El fruto no puede
ser más positivo: “La palabra de Dios iba
creciendo y en Jerusalén se multiplicaba el número de discípulos; incluso muchos
sacerdotes aceptaban la fe”.
Me pregunto por qué nos cuesta tanto hoy proceder de modo semejante ante las nuevas tensiones que estamos viviendo, por qué somos tan reacios a sentarnos juntos, invocar al Espíritu Santo, dialogar como personas maduras y tomar decisiones innovadoras. Tal vez por esta falta de audacia debamos reescribir el versículo último de este modo: “Disminuía el número de discípulos; incluso muchos sacerdotes y religiosos se daban de baja”. No invita mucho a la alegría y la esperanza.
Me pregunto por qué nos cuesta tanto hoy proceder de modo semejante ante las nuevas tensiones que estamos viviendo, por qué somos tan reacios a sentarnos juntos, invocar al Espíritu Santo, dialogar como personas maduras y tomar decisiones innovadoras. Tal vez por esta falta de audacia debamos reescribir el versículo último de este modo: “Disminuía el número de discípulos; incluso muchos sacerdotes y religiosos se daban de baja”. No invita mucho a la alegría y la esperanza.
Creo que, en el
fondo, más allá de las normales diferencias ideológicas, hay un problema de fe.
No creemos en la dignidad de todo bautizado, en su capacidad de discernimiento,
en su madurez. En otras palabras, no tomamos en serio lo que leemos en la
segunda lectura de hoy: “Vosotros, en
cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo
adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las
tinieblas a su luz maravillosa” (1 Pe 2,8-9). Pocos textos del Nuevo
Testamento expresan de manera tan concisa y bella la grandeza de la vocación
cristiana.
¿Qué pasaría si este “linaje escogido”, esta “nación santa”, este “pueblo adquirido por Dios” expresase con libertad y audacia lo que piensa sobre los muchos asuntos controvertidos que nos están paralizando? ¿Por qué tener miedo al discernimiento de una Iglesia madura, guiada por el Espíritu Santo? ¿Por qué no pensar que las diversas crisis que estamos viviendo constituyen una oportunidad histórica para sentarnos, escuchar al Espíritu, discernir juntos y tomar decisiones nuevas? Sin una dinámica de apertura a la realidad como escenario de la revelación de Dios, la Iglesia pierde su condición de tal y degenera en secta o gueto.
¿Qué pasaría si este “linaje escogido”, esta “nación santa”, este “pueblo adquirido por Dios” expresase con libertad y audacia lo que piensa sobre los muchos asuntos controvertidos que nos están paralizando? ¿Por qué tener miedo al discernimiento de una Iglesia madura, guiada por el Espíritu Santo? ¿Por qué no pensar que las diversas crisis que estamos viviendo constituyen una oportunidad histórica para sentarnos, escuchar al Espíritu, discernir juntos y tomar decisiones nuevas? Sin una dinámica de apertura a la realidad como escenario de la revelación de Dios, la Iglesia pierde su condición de tal y degenera en secta o gueto.
Una aventura como
esta exige una gran confianza en Jesús, como piedra angular. Él mismo nos ha
invitado a no temer: “No se turbe vuestro
corazón, creed en Dios y creed también en mí” (Jn 14,1). Nos revela que en
la casa de su Padre hay muchas moradas. No se refiere solo a un cielo abierto a
todos, sino a una Iglesia multiministerial, en la que cada cristiano ha
recibido un don para ponerlo al servicio de todos. Junto a los ministerios “ordenados”
tradicionales (diácono, presbítero y obispo) y a los “instituidos” (lector y
acólito), el Espíritu suscita una pluralidad de “nuevos” ministerios para salir
al paso de las muchas y nuevas necesidades que hoy descubrimos en la Iglesia y
en el mundo.
La pandemia provocada por la Covid-19 está siendo también oportunidad para desarrollar algunos. Ayer, por ejemplo, un amigo mío (religioso sacerdote) me envió una foto en la que aparecía con bata blanca y mascarilla en el hospital Gregorio Marañón de Madrid. Todos los sábados practica allí, como voluntario, el “ministerio de la consolación” entre enfermos y personal sanitario. Imagino que, como él, miles de hombres y mujeres han dado lo mejor de sí mismos en estos meses de pandemia para aliviar el dolor ajeno y poner compasión y humanidad en medio de tanto sufrimeinto.
Este es el “camino” que Tomás no comprendía cuando le pedía a Jesús que les enseñara “el camino”. La respuesta del Maestro es bien conocida: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). El camino es Jesús y su experiencia de entrega completa. Seguirle significa estar dispuestos a dar la vida. Lo sabemos bien. Nuestro problema –a diferencia de Tomás– no es que no sepamos el camino, sino que a menudo no estamos dispuestos a recorrerlo. No le preguntamos al Señor qué quiere de nosotros para no tener que entregar nuestra vida. Buen domingo.
La pandemia provocada por la Covid-19 está siendo también oportunidad para desarrollar algunos. Ayer, por ejemplo, un amigo mío (religioso sacerdote) me envió una foto en la que aparecía con bata blanca y mascarilla en el hospital Gregorio Marañón de Madrid. Todos los sábados practica allí, como voluntario, el “ministerio de la consolación” entre enfermos y personal sanitario. Imagino que, como él, miles de hombres y mujeres han dado lo mejor de sí mismos en estos meses de pandemia para aliviar el dolor ajeno y poner compasión y humanidad en medio de tanto sufrimeinto.
Este es el “camino” que Tomás no comprendía cuando le pedía a Jesús que les enseñara “el camino”. La respuesta del Maestro es bien conocida: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). El camino es Jesús y su experiencia de entrega completa. Seguirle significa estar dispuestos a dar la vida. Lo sabemos bien. Nuestro problema –a diferencia de Tomás– no es que no sepamos el camino, sino que a menudo no estamos dispuestos a recorrerlo. No le preguntamos al Señor qué quiere de nosotros para no tener que entregar nuestra vida. Buen domingo.
Bonita reflexion. Estuve pensando en la misma linea, que una vez que alguien realmente cree, nuevas e inesperadas posibilidades se abren. Llegamos a ser "piedras vivas!"
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