En inglés este día se llama Good Friday (viernes bueno). En español, italiano, francés y otras lenguas lo denominamos Viernes Santo. Este año me atrevo a
nombrarlo Viernes extraño. En contra
de lo que tendría que ser, noto en las calles de mi barrio romano más
movimiento del deseable. Se ve que la gente está harta del confinamiento y
encuentra mil motivos para salir. Algunos perros deben de estar ya agotados de
hacer continuos itinerarios de paseo con todos y cada uno de los miembros de la familia.
Es su canina contribución para hacer más llevadero el “arresto domiciliario” en
el que nos encontramos desde hace cinco semanas. Todo es exageradamente “extraño” y es mejor no acostumbrarse demasiado, conservar una saludable rebeldía para no hacer de lo extraordinario algo normal. Las iglesias están vacías mientras Internet se llena de multitud de capillas
virtuales. Yo me he resistido a la tentación de montar la mía, pero alabo la intención y el buen hacer de muchos de mis colegas.
Hay algo en todo
esto que me resulta muy “extraño”. Si en condiciones de normalidad muchos éramos
presidentes de gobierno (con una receta para resolver los problemas políticos)
y entrenadores de fútbol (con una estrategia para ganar partidos), ahora todos
nos hemos convertido en epidemiólogos, gestores de crisis sanitarias y expertos en profecías y conspiraciones. Sabemos
lo que habría que haber hecho, lo que conviene hacer ahora y lo que se tendrá
que hacer en el futuro. Cambiamos de especialización como cambiamos de
mascarilla. (Por cierto, ayer nos llegó un paquete bien nutrido enviado por
nuestros hermanos de la comunidad de Hong Kong).
Mientras matamos
el tiempo en debates interminables, sucede la cosa más “extraña” de todas:
sigue creciendo el número de víctimas en el mundo. Cada día conocemos el parte oficial de bajas.
Todos sabemos que en él no figuran –por protocolos sanitarios o por razones inconfesables–
otras muchas víctimas de este inseparable Covid-19.
Este viernes “extraño” es su día porque todas ellas (ancianos, adultos y
jóvenes) han sido incorporadas a la muerte “extraña” del muerto más famoso de
todos los tiempos. Él sigue muriendo. Lo único que ha cambiado es la geografía
de la pasión y de la cruz.
Ya no se producen sobre el monte Calvario, sino en
las UCIs de algunos hospitales, en innumerables residencias de ancianos y en
domicilios particulares. Las pocas personas que están junto a estas modernas
cruces no son, en la mayoría de los casos, los familiares y seres queridos,
sino los profesionales sanitarios y los cuidadores de las residencias. Ellos
ejecutan en esta moderna representación de la pasión y muerte de Jesús el
papel de María, del discípulo amado y de algunas mujeres fieles. Esta es hoy
por hoy la verdadera pasión viviente. No pasa nada si en muchos pueblos no se
puede representar al aire libre el misterio como es tradicional. Tampoco se
hunde el mundo si no hay procesiones. ¿Hay alguna otra pasión más real –y, al
mismo tiempo, más “extraña”– que la que llevamos viviendo desde hace un mes?
Hoy, a las seis
de la tarde, tendremos en mi comunidad romana la celebración litúrgica de la
pasión del Señor. No la vamos a retransmitir por Internet. Será una ceremonia
íntima y, al mismo tiempo, abierta a las muchas personas que en estos días están
compartiendo con nosotros su dolor por la pérdida de seres queridos o su
preocupación por la suerte de muchos contagiados. Será, sin ninguna duda, una
celebración “extraña”. La mayoría de nosotros, en condiciones normales, deberíamos
estar esparcidos por pueblos y ciudades compartiendo la Semana Santa con
diversas parroquias y comunidades cristianas. Este año estamos todos (casi 30 personas)
recluidos en casa. Nuestros empleados están en las suyas. Muchos de nuestros
planes se han visto alterados. Yo, por ejemplo, debería estar en Inglaterra. Sin
embargo, no me muevo del recinto de la curia general.
Confieso que, a fuerza de
disponer de mucho tiempo, a veces pierdo las ganas de orar, que es ahora mi misión principal. No sé lo que Dios
quiere decirnos con todo esto. No comprendo este “extraño” lenguaje. Me sale
casi con rabia el grito del salmista que Mateo (Mt 27,46) Marcos (Mc 15,34) ponen en labios de Jesús: “Oh Dios, ¿por qué me has abandonado?”. Cuando
me siento aliviado, surgen con más fuerza las palabras que Lucas nos
trasmite: “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu” (23,46). Este “extraño” viernes termina en un silencio esperanzado, en
una humilde confesión de fe. Dios no abandonó en la cruz a su hijo Jesús. Dios
no puede abandonarnos a nosotros ahora, aunque algunos piensen que durante esta pandemia la fe pierde puntos, como si fuera un valor que cotiza en bolsa.
Gracias Gonzalo, por compartir tu experiencia como lo haces en el último punto. Transmites fuerza para continuar en este camino que estamos, por lo menos yo, sin entender nada.
ResponderEliminarSomos muchos que nos encontramos en situaciones y/o "estados" parecidos.
Un abrazo.
Hermosa reflexión, a pesar de la distancia, el sentir es el mismo, hoy compartí por la TV el Vía Crucis de la plaza San Pedro y pensaba cuánto necesitaba haberlo vivido en mi parroquia, a veces nos sentimos"inservibles" en nuestros hogares, a pesar que trabajemos digital ente, a pesar que nos unamos con otros en la oración, a pesar de(doy gracias a Dios) sentir el cariño de mi familia constantemente, creo que el don de la fe nos mantiene en pie aún con todas nuestras flaquezas. Claudia Vergara, La Serena, Chile
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