No se ha terminado la pandemia (en realidad no sabemos cuándo lo hará ni en qué condiciones) y ya circulan muchas teorías sobre lo que sucederá “el día después”. Entre los que piensan que poco o nada va a cambiar y los que
consideran que la hiperglobalización se acaba y comienza un mundo nuevo hay un amplio abanico de
posturas y propuestas. Se recuerdan situaciones análogas como las producidas
tras la caída del muro de Berlín (1989), los atentados del 11 de septiembre
(2001) o la crisis económica de 2008. Pero lo que estamos viviendo ahora se
parece muy poco a lo que vivimos en esos tres momentos más o menos cercanos.
Para quienes están interesados en cuestiones de geo-estrategia, puede ser útil
leer El año de la rata. Consecuencias
estratégicas de la crisis del coronavirus (en francés) o un estudio titulado Orden internacional y el proyecto europeo
en tiempo del Covid 19 (en inglés). Una de las conclusiones es que “entre todas las previsiones que circulan
sobre el mundo que saldrá de esta crisis del coronavirus, hay una que puede
avanzarse sin miedo al error: será un mundo obsesionado por las pandemias”.
Esta nueva obsesión sustituirá a otras anteriores como la amenaza de guerra
nuclear, el terrorismo, la crisis económica o el calentamiento global. Según
algunos, el miedo anidará en nosotros como un virus más peligroso aún que los
que puedan ir surgiendo.
¿Cómo prepararnos
para no vivir en una sociedad del miedo? Si hay algún mensaje que se repite con
frecuencia en la Biblia es precisamente este: “No temáis”. Siento que hoy Jesús nos dirige estas palabras con
toda la fuerza salvífica que implican. Quizás no haya nada más paralizante que
el miedo, porque a las amenazas objetivas añade un plus de incertidumbre y
exageración. Se suele decir que lo que más miedo produce es el miedo al miedo.
Es verdad que tendremos que sacar conclusiones de la experiencia que estamos
viviendo y explorar nuevos hábitos de vida, pero de ninguna manera podemos
dejarnos dominar por el miedo. Quienes interpretan esta pandemia como un
“castigo de Dios” por nuestros pecados –y, en consecuencia, nos atemorizan con penas severas– tendrían que saber que el “temor de Dios” al
que se refiere la Biblia en numerosas ocasiones no tiene nada que ver con el
miedo y mucho menos con la desconfianza, como si el amor incondicional de Dios dependiera
de nuestra respuesta. Jesús lo dijo de manera muy clara hablando de las relaciones
humanas, pero sus palabras se pueden aplicar con más verdad aún a Dios: “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a sus amigos” (Lc 6,32). Eso no significa
que la pandemia no pueda tener un cierto carácter de advertencia pedagógica pensando en
nuestro bien. Es iluminador a este respecto el texto de la carta a los Hebreos: “Hijo mío, no desdeñes el castigo del Señor
ni te desanimes si te reprende; pues el Señor castiga a quien ama y azota a los
hijos que reconoce. Aguantad por vuestra educación, que Dios os trata como a
hijos. ¿Hay algún hijo a quien su padre no castigue?” (Hb 12,5-7).
Aprender de las
crisis es un signo de madurez. En este sentido, más que perder el tiempo en
quejarnos de lo que podría haber sido o de cómo podríamos haber previsto la pandemia para gestionarla mejor, es más provechoso concentrarnos en lo que estamos aprendiendo durante este tiempo de cuarentena. Lo que seremos en el futuro inmediato dependerá, en buena medida, de lo que vayamos madurando
durante estas semanas de reclusión. Además de reflexionar y orar en privado, es
recomendable compartir nuestras ideas con otras personas, sean las que forman
parte del núcleo familiar, sean otros amigos y conocidos con quienes podemos comunicarnos
a través de las redes sociales u otros medios. Esta comunicación tiene el poder
de ir creando una nueva conciencia colectiva. El autor de la carta a los
Hebreos insiste en que Dios nos trata como a hijos. Si permite que experimentemos
pruebas es porque respeta nuestra libertad de personas adultas y porque quiere
siempre lo mejor para nosotros y para toda la creación. ¿Qué es lo mejor? ¿Qué
prácticas individuales y sociales estaban siendo dañinas para todos? ¿Qué
dimensiones esenciales de la existencia humana habíamos dejado a un lado? ¿Qué
podemos hacer para vivir como seres humanos en un mundo más interconectado que
nunca (para bien y para mal)? No podemos responder a estas preguntas desde el
miedo (que no viene del Espíritu) sino desde una confianza radical en Dios porque “sabemos que todo concurre
al bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio” (Rm
8,28). Si no extraemos de la fe la energía que necesitamos para afrontar el futuro con esperanza, ¿de dónde podemos sacarla?
Muchas gracias. Sus reflexiones nos animan y ayudan a enfocarnos, a no perder la fe en el Resucitado y en la humanidad.
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