Ayer recibí dos comunicaciones escritas que me llegaron al corazón, pero que no tienen nada de románticas. Por
orden cronológico, la primera fue la Carta que el Cardenal Vicario de Roma,
Angelo de Donatis, escribió a todos los diocesanos –entre los que me cuento– el pasado domingo. Es
un texto de ocho páginas que ilumina la situación que estamos viviendo y nos
invita a encontrar la clave última en el misterio pascual de Cristo. La segunda
es una carta que me envió un amigo mío, cura rural en una zona de la llamada –no
sé si con buena o mala fortuna– España “vaciada”. Ninguna de las dos sonaba
al lenguaje vacuo de los políticos, aunque esta es también una tentación recurrente en
algunos eclesiásticos. Las dos partían de experiencias personales leídas a la
luz de la fe. Su tono narrativo les confiere cercanía y credibilidad.
El
Cardenal ha experimentado en carne propia el zarpazo del coronavirus. De hecho,
pasó toda la Semana Santa internado en el hospital Gemelli de Roma. Mi amigo
cura no sabe si pasó la enfermedad porque no ha podido hacerse la prueba, pero
estuvo un par de semanas aislado y, al principio con algunos síntomas. La carta
del Cardenal es larga, pero enjundiosa. La de mi amigo es breve y además tiene
la fuerza de quien ha estado al pie del cañón en las últimas semanas, asistiendo
a entierros de personas queridas, siendo el rostro de la Iglesia en
circunstancias muy tristes y de gran desamparo.
Rescato un párrafo
de la carta del Cardenal que me ha ensanchado el horizonte: “Muchas personas han percibido, a través de lo que ha sucedido a causa
de la pandemia, que hay algo dentro de ellas que va más allá de los límites de
su persona: han sido conscientes de que no están solos, o al menos han esperado
que la angustia del mundo sea abrazada por la infinita misericordia y
benevolencia, que le otorga un propósito. Estamos llamados a ser el signo,
pobre y modesto pero concreto, de esta misericordia”. Todos podemos ser
signos visibles de esa misericordia divina. Creo que, de hecho, lo estamos
siendo en la medida en que no pensamos solo en nuestra seguridad, sino que
estamos pendientes de quienes pueden necesitarnos. Es impresionante el caudal
de empatía y solidaridad que se ha abierto en nuestro mundo. Eran recursos que
todos teníamos, pero que permanecían agazapados porque el ritmo cotidiano nos
empujaba en otra dirección.
El cura rural no quiere que los posibles beneficios
de esta crisis nos hagan olvidar el dolor que tantos hemos experimentado. Y lo
dice con palabras directas, sacadas de su arca interior: “Según pasaban los días de confinamiento, el ambiente se me hacía
tóxico porque aleteaba la propuesta, a veces inconsciente, de pasar un tipo de confinamiento
feliz. Me parecía tan injusto, tan atroz, tan irreal… Pero sobre todo me
parecía que no era el camino del Evangelio”. No podemos encerrarnos en una burbuja. Por otra parte, para un párroco, la Semana
Santa representa el momento cumbre del año litúrgico. La de este año ha sido
muy extraña, “ha sobreañadido
aún más todo un sentimiento de impotencia. La aceptación de la impotencia ante
aquello que no depende ni de uno mismo ni de los demás, es una tarea constante
de despojo”. Impotencia y despojo son dos palabras que conectan bien con la experiencia de Jesús y que hacen de esta Semana Santa un viaje a la realidad que se celebra en la liturgia. Las heridas de Cristo coinciden con las heridas de una humanidad sufriente.
Ya sé que hay
personas que están viviendo un confinamiento feliz porque disponen de todo lo
necesario para que así sea: espacios amplios y confortables, alimentación
suficiente, compañía, medios de comunicación y entretenimiento, etc. Pero no es esta la situación de la mayoría.
Y desde luego el confinamiento no tiene nada de “feliz” para aquellos que están
en primera línea de combate (sanitarios y cuidadores) o muy lejos de sus
familiares. Para quienes han perdido algunos seres queridos sin poder
acompañarlos en sus momentos finales y en su entierro, esta pandemia dejará
marcas indelebles. Por eso, comprendo muy bien los sentimientos de mi amigo, el párroco
rural, “condenado” a despedir a los muertos de sus parroquias de forma casi
clandestina. ¿Quién puede vivir esto con fría “normalidad”? Las palabras con
las que cierra su carta no tienen desperdicio: “Dentro de todo este tsunami aflora la necesidad de orar más, a pesar
de la desgana. En la oración se intuye que Dios es Dios. Y esta oración ayuda a
permitir que Dios lo sea en uno mismo y en las circunstancias que le rodean”.
Mi amigo pone en relación dos palabras que parecen contradictorias: oración y
desgana. Es curioso, porque otras personas me han confesado algo
parecido. Yo mismo vivo esa aparente contradicción. Intuimos que en estas circunstancias difíciles tendríamos que orar más,
sumergirnos en el mar sin fondo de la misericordia de Dios, pero se cierne
sobre nosotros una desgana, una pesadez, que casi nos paraliza. Es como si creyéramos
y desconfiáramos al mismo tiempo, como si experimentásemos la fuerza y la
ineficacia de la oración, la presencia de Dios y su ausencia, el sentido misterioso
de todo y el vacío absoluto. No hay ejercicios espirituales que consigan remover con más
realismo nuestras entrañas. Es evidente que algo bueno tiene que salir de este
torbellino.
Hola, cuando empieza a aparecer el cansancio porque se va alargando en el tiempo, por la inseguridad que se transmite y por el dolor, de todo tipo, que se vive entre las personas, llega un momento en que me pregunto: Y Dios, ¿dónde está en todo ello? Entiendo, porque yo también lo vivo, esta desgana que aparece por la oración pero también se experimenta una fuerza que ayuda a superarlo.
ResponderEliminarEn el encuentro con las personas se nota que hay una cierta confianza, en medio de la incerteza y el dolor, quien verbaliza que confía en Dios y quien no sabe a que atenerse, pero necesita "asirse" a algo o a alguien.
Hay personas que lo han perdido todo: trabajo, la enfermedad se ha llevado a seres queridos y confinados en espacios pequeños con niños... Sorprende una cierta conformidad, frente a la situación; como que la impotencia les lleva a no tenir fuerzas para enfrentarse al problema.
Con ganas o no, oremos para que Dios se haga bien presente en medio de todo y podamos sentir la fuerza de la Resurrección para continuar caminando...
En estos momentos, escribir ayuda a liberar muchas cosas.
Gracias Gonzalo por todo... Un abrazo.